AUTORES: Ubaldo R. DOMINGO, Alejandro DI PALMA y Rubén PAGLIOTTO.
¿Qué quiere esta sociedad?
Quiere una administración con un moderado en el poder. En otras palabras, nada de cambios dramáticos, ni revoluciones, ni trasformaciones estructurales, nada de confrontar, ni de expandir las fuerzas productivas.
Dialogar y consensuar, negociar y conceder, es mejor que confrontar y debatir.
Están cómodos. ¿Para qué cruzar el rio? Tuvimos –y los primeros años fue bueno– 10 años de un dólar = un peso. Y luego del colapso de la Alianza, otros 10 años, con el modelo de acumulación de matriz diversificada el ampuloso nombre, que recibió el esquema de sembrar soja para exportar, aplicar impuestos y repartir planes con criterio redistributivo y clientelar, que aprovecho el impulso de una dramática devaluación 3 a 1.
Sigamos gestionando la decadencia.
Seamos lo que fuimos, el “granero del mundo”, cuando no el “supermercado del mundo”, o “el mundo demanda lo que nosotros tenemos”. Sin embargo, es evidente y está a la vista de todos nosotros, que cada día nos empobrecemos más como sociedad.
Han trascurrido 40 años de vigencia de las instituciones, códigos y prácticas democráticas.
Sin embargo, este emblema, anhelado por una inmensa mayoría, no ha sido –como lo advertimos– una herramienta, que por sí misma, genere el escenario trasformador de una decadencia, invariable, profunda y dramática.
Ciclos de gobiernos que en apariencia tenían diferente raigambre ideológica: liberales o populistas, recesionistas o estatistas, progresistas o conservadores; han coincidido –sin exclusión alguna– en mantener las condiciones de nuestro subdesarrollo. Nadie intentó siquiera de emerger de él y si lo intentaron, seguramente aplicaron recetas equivocadas.
¿En qué consiste mantener el escenario del statu quo?
1ro. Entre la multiplicidad de ejemplos podemos contar el fortalecimiento de las condiciones del establishment financiero y bancario. Esto es, sectores de la economía líquidos en dólares, con extraordinarias rentas por manipular recursos financieros sin prestarlos a las actividades productivas (Patrón de acumulación financiera o financierización de la economía).
El holding sojero –aceites –girasol, trigo y maíz concentrado.
Somos una región planetaria cuyo volumen de exportaciones son en un 80% productos primarios de escaso o nulo valor agregado.
2do. Consolidar el negocio vinculado con la importación de energía, petróleo y gas. La administración de estos recursos ha sido un desastre, por decir lo menos.
3ro. El resultado inmediato de la aplicación sistemática de este modelo es: la frustración, el empobrecimiento cuanti y cualitativo y la miseria de millones de conciudadanos.
Según datos estadísticos, el fogonazo inflacionario post eleccionario llevó al 3,50 % de los ciudadanos argentinos a vivir en la pobreza y de ellos, más de cuatro millones son indigentes.
Son estos sectores, los más vulnerables de la economía, los que pagan al final, el costo del repetitivo ajuste macroeconómico.
En cuatro décadas, hemos recorrido –sin la más modesta autocrítica–- la casi totalidad de tesis del pensamiento económico contemporáneo, con desenlaces poco felices.
Repasando un poco más atrás en el tiempo, las experiencias que van del desmantelamiento de la estructura productiva comenzada por Adalbert Krieger Vasena (03/01/1967), al control de precios y tarifas, de José Ber Gelbard (25/05/1973) y la declamada “inflación cero”; de ahí, a la devaluación, con hiperinflación del “Rodrigazo” y de esto, se saltó al ajuste y los controles de la instancia monetarista –aperturista– de José Alfredo Martínez de Hoz (29/03/1976). Recuperada la democracia en 1983, asistimos al Plan Austral, que congeló los precios, salarios y las tarifas; el Plan Primavera que terminó en la hiperinflación más alta nuestra historia, dos hiperinflaciones sin haber tenido un proceso bélico u otra calamidad de proporciones que las justifiquen.
De esto, a otro salto sin red, con la “panacea privatizadora”, del ex ministro Dromi, con los piolines de la marioneta manipuladas por Álvaro Alsogaray, la ficción de una estabilidad monetaria, con la Convertibilidad, vigente durante una década a un costo muy elevado: privatizaciones y después endeudamiento externo (para fugar) sin equivalente en la historia, esquema, que fue respaldado por la gran mayoría de los argentinos. Luego sobrevinieron las condiciones sin iguales desde la segunda guerra mundial, en términos de ventajas de intercambio de algunos commodities: el complejo soja-girasol-maíz, que insufló capitalización al sector agropecuario durante algunos años. Y otra vez, renovadas instancias de control de precios y tarifas públicas, administradas por los burócratas, precios subsidiados desconectados de cualquier realidad. Y nuevamente el respaldo de la sociedad, víctima del bombardeo mediático donde abrevan por igual los lenguaraces de la derecha, con los retóricos del nacionalismo formal.
La pregunta que se desprende es:
¿Qué aprendimos el conjunto de los argentinos de estas experiencias?
NADA.
Liberales ortodoxos, monetaristas de diverso abolengo, populistas y sectores de la izquierda vernácula, radicales y progresistas; extrayendo la esencia de estas concepciones de la política económica nacional y apartando los pesados aspectos retóricos, la artritis y el anquilosamiento de tesis que en el mundo son reliquias de museos, como lo son el déficit fiscal protagonista de todos los males, aquí encuentran emisarios tan inquietantes como reaccionarios.
Todos partieron del mismo diagnóstico y operaron del mismo modo, mejor dicho, mantuvieron intactos los problemas de fondo de la economía. Y hasta en cuestiones de detalle emplearon instrumentos semejantes.
Para los populistas y la izquierda nacional, el gasto público, es el protagonista del crecimiento económico, para luego señalarlo como el responsable de nuestros desencuentros.
Primero apelan al gasto público con el propósito de dinamizar la economía, subestimando el inocultable y pesado déficit. Postulan que el Estado ejerza las funciones empresarias en ramas decisivas de la producción de los servicios, para preservar -alegan- la soberanía de la Nación. Mientras se acomodan en privilegiados lugares con sueldos que no ganarían en ninguna parte del sector productivo.
La soberanía se afianza, decimos nosotros, cuando se ponen en funcionamiento la totalidad de las fuerzas productivas y cuando se utilizan las riquezas dentro de la geografía nacional y no sólo las que dependen del sector Estatal.
La cuestión decisiva, no es que el Estado administre o no una actividad productiva, sino que ésta se lleve a cabo en cantidad y calidad.
El sobredimensionamiento del estado, adquiere características singulares en el subdesarrollo.
El déficit fiscal que este desajuste genera, bloquea las condiciones para hacer inversiones atractivas y rentables que convoquen al capital privado. Por debilidad productiva y para aliviar las tensiones sociales, el sistema del Estado, genera artificialmente empleo, que no deja de enmascarar la verdadera tragedia que significa el desempleo. Porque un compatriota que no consigue trabajo es la versión mas penosa de la crisis, y allí comienza la adicción a los planes sociales y el asistencialismo sin norte ni destino de prosperidad.
Cuando un agente del Estado cobra un sueldo, cuando se está disfrazando la falta de oferta de trabajo genuino, fuera de la actividad productiva, no deja de ser, funcionalmente, un desocupado.
Estas anomalías deben corregirse para abrir paso a la formación y acumulación de capital. El gasto público desbordado (hoy alcanza escandalosos porcentajes del PBI) y el déficit fiscal consecuente, extraen recursos a las actividades productivas, devoran la inversión. Es decir, no hay un norte u objetivo de desarrollo sistémico y por ello ese gasto público excesivo y mal invertido, deviene en un déficit fiscal que profundiza el subdesarrollo, con todas las deletéreas consecuencias que el mismo genera.
Estas leves distorsiones macroeconómicas, sin lugar a dudas, se financian con emisión inflacionaria, con una asfixiante presión impositiva, con absorción crediticia, y como – sucedió en la experiencia Menem – de la Rúa –con endeudamiento externo.
Los modernos voceros de este agraviante esquema, agitan paroxísticamente la tesis de que el déficit fiscal, la inflación, el deterioro del signo monetario de uso doméstico, —son, según dicen— las causas básicas y fundamentales de nuestra decadencia. Garrafal error que repiten una y otra vez a modo de rústico cliché de paupérrimo coturno intelectual.
Para comprobarlo basta encender una radio o un televisor, o reparar en las redes sociales.
Elijamos uno cualquiera.
En todo momento, más allá de diferencias de matices insustanciales, Roberto Aleman, Mario J. Blejer, Domingo F. Cavallo, José María Dagnino Pastore, Débora Giorgi, Walter Graziano, Axel Kicillof, Martín Lousteau, José Luis Machinea, Mercedes Marcó del Pont, Carlos Melconian, Ricardo López Murphy, Martín Redrado, Miguel Gustavo Peirano, Pedro Pou, Pablo Rieznik, Federico Sturzenegger y Alfredo Zaiat, Martin Guzmán, Silvina Batakis, Sergio Massa, Luis Caputto, por nombrar sólo algunos de tantos, representan –separando los gruesos estratos de la retórica y llevados a la substancia– el criterio unánime e inconmovible de las formas rejuvenecidas de la inercial decadencia de nuestra Nación.
Estas corrientes del pensamiento económico actual, versiones “agiornadas” del liberalismo clásico, del populismo y del nacionalismo ampuloso, o de un crudo monetarismo, intentan manejar burocrática y arbitrariamente las variables económicas centrales: salario, precios, tarifas, tipo de cambio. Hasta pasar por el extremo de importar lo que es más “económico”, criterio que soslaya el desarrollo de nuestras industrias. Esa idea sostiene el errático y destructivo concepto de que es mejor importar máquinas y herramientas y limitarnos a “intentar” producir sólo aquello en lo que tengamos ventajas comparativas. O sea, profundicemos el vetusto modelo agroexportador y cada vez más reprimarizador, con apertura indiscriminada de la economía, de tal suerte de exterminar lo poco que queda de industrias nacionales.
En la práctica, el liberalismo y todas sus variaciones han sido incompetentes en términos de racionalizar el estado y controlar el déficit fiscal. Porque intentan corregir estos desajustes con herramientas recesivas, bloqueando el crecimiento de la producción por congelamiento de salarios o subvencionando la importación, con un dólar barato, impidiendo que la actividad privada, absorba el desempleo que resulta de la trasferencia de los agentes estatales.
No es causa, sino consecuencia –lo que se toma por razón primigenia–.
Y he aquí el problema, porque si el diagnóstico es equivocado, el tratamiento seguirá el mismo derrotero.
Y no se trata de un problema insignificante.
Si los economistas entrevistados, incluso el hoy elegido presidente Milei, sostienen una tesis desacertada, sus gestiones, sus estrategias, sus modelos o recetas, por inevitable consecuencia, tenderán, fatalmente, a aproximarnos a un mismo destino.
Reiteramos lo que venimos desde hace mucho tiempo diciendo:
- El plan lanzado por Milei y concentrado en el DNU y la Mega Ley Ómnibus, NO tiene nada de nuevo ni original, se trata pues de un ajuste tópicamente ortodoxo, solo que mucho más brutal y de shock.
- Se basa en la licuación total de los salarios y en las pocas reservas que le quedan a la clase media.
- Es el triunfo de los cultores de la ingeniería financiera, es decir de aquellos que desprecian el patrón productivista y ensalzan al de acumulación financiera. Monetarismo puro y duro más avasallamiento del poder legislativo y un guiño a los caciques de las megacorporaciones, cuyos abogados y economistas prohijaron estas medidas a su favor, con la coordinación del Super asesor Federico Sturzenegger.
- Persigue una economía primarizada y de algunos servicios altamente concentrada y extranjerizada. Con cero contemplaciones de producción y desarrollo.
- El impacto social de este plan será francamente devastador y las consecuencias que produzca serán de larga y difícil reconstrucción.
Y ese destino no es otro que la desaparición o disolución de nuestra condición Nacional.