Todo el mundo tiene una opinión sobre él —ese tipo de 1,80 largos y sonrisa fácil, que está al filo de cumplir 46 y fuma a pesar de que lo retan—, aunque prácticamente nadie lo conoce. Es inevitable, porque como dice un amigo en común, su caso es digno de figurar en el Libro Guinness de los Récords: Máximo Kirchner es hijo no de uno, sino de dos Presidentes de la Nación, que además son las figuras más descollantes de la historia argentina en lo que va del siglo XXI. Pero como esa misma historia sigue avanzando, hace tiempo ya que dejó de ser tan sólo el hijo de para producir sus propios logros, que le reconocen tirios y troyanos, aun a regañadientes; y además sumó a su percepción la experiencia que aquilata el hecho de ser, ahora también, el padre de, en este caso de Néstor Iván y de María Emilia, con quienes pasó las últimas semanas en el sur. Tiempo durante el cual escuchó al Indio, Los Redondos, Wos y se sometió a «un ataque ochentoso» en materia de rock internacional, hojeó los libros La tiranía del mérito y Conociendo a Perón (que «el Cuervo [Larroque] le regaló a Cristina, ella lo leyó rápido y me lo pasó») y rumiando la experiencia del Mundial. Una emoción que supuso «el exorcismo final de la pandemia, después de tanto encierro», una alegría popular que «me gustó, la vi hermosa», y lo remitió a los primeros Mundiales de que disfrutó, aquellos del Maradona rampante.
Sólo que ahora es Messi quien ocupa ese sitial para Néstor Iván, y Néstor Iván quién padeció más las dramáticas vicisitudes del equipo argentino durante el Mundial. Durante el match contra Francia —Cristina no vio los partidos contra Holanda y los galos pero sí la definición por penales, esa fue su cábala—, el crío estaba acompañado por algunos de sus amigos. «Cuando Francia empata y lo veo llorar, cometí un error garrafal. Le dije: quedate tranquilo, que vamos a ganar. Fue un riesgo innecesario», ríe ahora Máximo. «Porque el resultado no dependía de mí. ¡Me jugué la credibilidad como padre!» Un impulso que a quienes también somos padres y madres no nos cuesta entender, desde nuestro deseo de preservar lo que Máximo llama «la ilusión de los pibes» — de los propios, claro, pero también de todas las pibas y pibes argentinos que el pasado diciembre disfrutaron de una alegría que durante los últimos siete años les fue esquiva. Tal vez por eso, desde el contexto de la más grande crisis que haya conocido la democracia argentina en los últimos cuarenta años, la palabra que más repite Máximo Kirchner —aquello que no cesa de reclamarle a la dirigencia argentina, tanto como a sí mismo— es responsabilidad. Porque de la actitud de la dirigencia nacional, tanto política como económica, depende la posibilidad de que se gane el partido de esta instancia histórica.
Aunque sea por penales.