Durante más de una década mi trabajo estaba en las calles, consistía en recorrer la ciudad tratando de vender chucherías y novedades en distintos comercios de diferentes barrios. La esperanza de progreso o la simple necesidad de sobrevivencia me sacaron a la ruta, a llevar mis mercaderías a lugares más distantes. Viajaba por todos los puntos cardinales de la provincia, unas tres decenas de localidades, pueblos y aldeas. Durmiendo en hoteles baratos con habitaciones más precarias destinadas para los viajantes, y comiendo en los comedores de clubes.
Y siempre alguien me preguntaba por Concordia, por esa ciudad que los intrigaba e inquietaba al mismo tiempo, la cuna de gobernadores, la capital del peronismo entrerriano, la que salía en las noticias a menudo y casi siempre por calamidades. Ese vecino gangster que mantiene su gracia y encanto.
En esas caras que me interrogaban podía inferir la respuesta que esperaban escuchar: la delincuencia, la pobreza, la violencia cotidiana.
-Si vas, tenés que andar con cuidado, No te alejes mucho del centro. En los bulevares, los semáforos pasalos en rojo nomás.
Pero como un padre que no tolera que los ajenos hagan observaciones de un hijo, tal vez hacía una mueca, tal vez un chasquido con la lengua, unos arcos con las cejas, como si estuviera en una partida de truco, diciéndome por dentro: “no me van a torcer”, “no les voy a dar el gusto”. Los trapitos sucios se lavan en casa.
“Yo vengo de un lugar más apasionante que esta tranquilidad pasmosa”, pensaba.
Pasaba el tiempo y nada cambiaba en esos poblados. Después de trabajar caminaba, como para conocer un poco, caminaba hasta aburrirme de que me ladraran los perros, y volvía a la habitación del hotel a hacer zapping en la televisión hasta dormirme.
Nada podía ser peor que ese embole. Esa vida de nadar en la pecera. De comunidades de buenos vecinos y amigos de toda la vida, que se miran, cuchichean, y todo está grabado en la memoria. Pueblitos a los que la mayoría pasa de largo, y apenas pone atención para leer los nombres en el cartel de entrada, pueblitos en los que no suelen detenerse los acontecimientos excepcionales.
-¿Está bravo Concordia, Fosforito?
– Naaaaa, qué sé yo. Depende por donde uno ande
…
“Depende por donde uno ande”… Y así me escuchaba reconociendo – más de una vez- que en Concordia coexistían dos ciudades, dos realidades bien marcadas, para poder confrontar contra esos pueblitos muy homogéneos y tranquilos hasta la exasperación. En los que pasa poco y nada.
Concordia son dos ciudades: ¿Una sensación producto de algo característico de las ciudades con impronta turística, que sobreactúan hospitalidad de tarjeta postal y es una cachetada diaria en la vida real? ¿O es lisa y llanamente la desigualdad social cada vez más obscena?
A una de las dos ciudades no la cambiaba por nada, pero por la otra no podía hablar. Si bien me atraviesa como a todos, no la sufro en carne viva. No nací en el suelo de la miseria. Tuve suerte de nacer con más suerte que muchos. Y gracias a esa suerte pude esforzarme y hacer mis propios méritos. Me puedo dar algunos gustos como soñar con ser y no pasarme el tiempo pensando en cómo sobrevivir. Tengo cama, un techo que no se llueve, agua caliente, dos trabajos, un auto y otras soluciones versátiles para la vida moderna…
Pero la ciudad es un combo con lo que nos gusta y lo que no nos gusta, con lo que disfrutamos y padecemos.
Una ciudad que vive por las noches. Que tiene riesgo y adrenalina. Con hermosos paisajes para extraviarse en uno mismo, con movida cultural y deportiva, con gente que viene de afuera a pasear, a estudiar, a comprar, trabajar, a quedarse a vivir, y que le da una refrescada al aire de la somnolencia.
Con una atmósfera a bardo y el constante tironeo de población que crece sin mucho plan y va haciendo camino al andar. Que nos puede devorar y al mismo tiempo enriquecer nuestras vidas con experiencias de todo tipo.
Concordia, tan bella, tan rota, tan ruda, tan difícil de justificar…
Pero bueno, seas lo que seas, te prefiero igual.