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Vivir y dejar morir: cuando una sociedad aplaude su propio abandono
Hay una escena que se repite cada vez con más frecuencia en la Argentina actual: personas directamente afectadas por recortes, ajustes y desmantelamientos no solo los aceptan, sino que los defienden. Trabajadores que apoyan la reforma laboral, docentes que justifican el achique educativo, jubilados que avalan la quita de medicamentos, pacientes que no reclaman ante la falta de tratamientos esenciales, personal de salud que guarda silencio frente al vaciamiento de la salud pública. La lista sigue y no deja de crecer.

POR : Horacio Barboza-Prof. de Ciencias PolÃticas de nivel Secundario
No se trata de contradicciones individuales ni de errores de lectura aislados. Estamos frente a algo más profundo: una lógica social que puede resumirse en una expresión inquietante pero precisa: vivir y dejar morir.
Imaginemos un hospital al que, de a poco, le van apagando las luces. Primero la farmacia, luego las salas, después los quirófanos. Nadie protesta porque cada apagón afecta primero a otro sector. Algunos incluso aplauden, convencidos de que el sacrificio es necesario.
Cuando finalmente todo queda a oscuras, ya no hay nadie a quién reclamarle. Lo más grave no fue el apagón, sino el consenso que lo hizo posible.
Eso mismo ocurre hoy en la Argentina. El vivir se reduce a sobrevivir el presente inmediato, aunque para hacerlo haya que resignar derechos históricos, dignidad laboral o acceso a la salud. El dejar morir no es una orden explÃcita, sino una consecuencia naturalizada: que
mueran los derechos, que muera la educación pública, que muera la salud, que mueran los proyectos colectivos.
Cuando trabajadores aceptan la precarización como única salida, se deja morir la idea del trabajo como construcción de futuro. Cuando docentes justifican recortes, se deja morir la educación como herramienta de igualdad. Cuando jubilados apoyan la quita de
medicamentos, se instala la noción de que envejecer es un lujo que el Estado ya no debe sostener.
El silencio frente a la falta de medicamentos para enfermedades de transmisión sexual, la ausencia de campañas de prevención y la desarticulación de polÃticas sanitarias no son solo fallas de gestión: son el sÃntoma de una sociedad que aprendió a no reclamar. El poder ya no necesita reprimir cuando el abandono se vuelve costumbre.
Algo similar ocurre con la economÃa. Mientras unos pocos concentran decisiones y beneficios, una mayorÃa que no llega ni al dÃa 15 defiende un modelo que la excluye. Se celebra una inflación baja que es, para muchos, apenas un número abstracto, completamente desconectado de la realidad cotidiana de endeudamiento, changas y privaciones. La macro mejora mientras la vida concreta se achica.
Incluso la soberanÃa ha dejado de ser un valor que convoque. Su ataque ya no indigna porque la idea de paÃs como proyecto común se fue diluyendo. Sin comunidad, no hay patria que defender.
El triunfo del vivir y dejar morir no está solo en las polÃticas de ajuste, sino en haber instalado la creencia de que no hay alternativas, de que reclamar es inútil, de que resistir es un acto egoÃsta o irresponsable. AsÃ, los propios afectados se convierten en defensores del
mecanismo que los daña.
No es que la sociedad haya elegido morir. Es algo peor: ha aprendido a sobrevivir sin vivir, aceptando que siempre haya otros que mueran primero. El problema es que, cuando ya no quedan otros, el apagón es total y ya no hay aplausos que alcancen para encender la luz.

