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Señor presidente

Al señor presidente se le ha muerto alguien en su propia casa, en la casa que habita mientras dure su mandato. Un granadero que estaba ahí para cuidarlo a él y a su corte de los milagros. Los partes oficiales dicen que se suicidó, que tenía deudas. Rodrigo Gómez se llamaba el soldado que pertenecía al Escuadrón Chacabuco, que forma parte del Regimiento de Granaderos a Caballo General San Martín del Ejército Argentino, encargado de la seguridad presidencial en la quinta de Olivos. Era un pibe de 21 años, que seguramente soñaba con servir a la patria, independientemente de quien estuviera en el poder. Se habrá imaginado mil veces firme saludando con una venia al primer mandatario. En treinta años tal vez hubiera llegado a conocer a seis o siete presidentes distintos, pero no. Se pegó un tiro, dicen los partes oficiales. ¿Y qué hace el señor presidente a las pocas horas? Se va a su streaming favorito y se caga de la risa. Hace chistes, se muestra feliz, mientas los padres de Rodrigo Gómez viajan en auto desde Misiones para que el señor presidente les devuelva el cuerpo de su hijo. Ellos vieron salir a un pibe con futuro, a un granadero con sueños y el presidente les devuelve un cadáver. ¿Dónde está lo gracioso? ¿Lo divierte que sus payasos a sueldo deshonren al soldado muerto en su streaming favorito acusándolo de timbero? ¿Le pareció correcto traer a sus padres en un auto recorriendo 1100 kilómetros en vez de poner a su disposición algún avión de los que usa el propio presidente?

20 diciembre, 2025

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11:07 am

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Por: Sergio Olguín

Ahí mismo, en ese programa, el señor presidente se burló de la gente reprimida en la protesta habitual de los miércoles. Confesó estar al tanto de cada ataque realizado por las fuerzas de seguridad (Policía, Gendarmería y Prefectura) con camiones hidrantes, que él se mantiene en diálogo con la ministra del área (suponemos que con la actual, pero muy probablemente también con la anterior). El presidente se reía, se deleitaba llamando “la caprichosa” al camión hidrante, como si atacar a jubilados indefensos fuera algo que causa risa.

Sus ataques no solo son indecorosos, también son cobardes, porque siempre ataca a los más débiles, reprime a los que no pueden ni comenzar a defenderse. Rocían gas pimienta y se esconden, intentan matar a un fotógrafo y se esconden, pegan palazos entre diez a personas tiradas en el piso. Una policía y demás fuerzas de seguridad hechas a imagen y semejanza del señor presidente.

Este gobierno debe ser el primero de la historia que manifiesta a los cuatro vientos el placer que le produce reprimir, perseguir, intimidar a sus opositores. Hay que reconocerle un mérito al señor presidente: sus declaraciones encontraron eco en un sector de la sociedad, que también disfruta con la violencia estatal y que viene pidiendo mano dura desde 1983. Ese sector por fin tiene un gobierno de mano durísima y descontrolada.

El presidente disfruta de esa impunidad que le confiere haber ganado nuevamente las elecciones, a pesar de las denuncias, de sus políticas y de su violencia. Esa impunidad que le permite insistir en quitarles derechos a los discapacitados, que no duda en desfinanciar a la educación, regalar nuestras riquezas, impedir que se desarrollen las industrias de conocimiento, que quiere un país de adolescentes y jóvenes atrapados entre aplicaciones de timba y trabajos basura. Hay que odiar mucho a un país para disfrutar con destruir su cultura, su educación, sus avances científicos, sus bienes intangibles que nos destacaron históricamente en todo el mundo. Pasamos de ser un país reconocido por su cine, su literatura, su arte, su alto nivel de alfabetismo, a ser la colonia mimada de una potencia desquiciada, ávida de expoliar todo a su paso. Galtieri también se creía el niño mimado de Estados Unidos antes de la Guerra de Malvinas.

Toda acción política contra este gobierno debería tener un principio rector: borrarle la sonrisa malvada y bobalicona que acompaña al señor presidente en cada una de sus declaraciones. Hay que hacerlo enojar y sobre todo, hacerlo dudar de que su éxito es tan arrollador como piensa. Que una Plaza de Mayo llena de opositores es solo la punta del iceberg de una sociedad que está harta. Que si de la vereda de enfrente no ve líderes que le compitan, que sepa que la gente tarde o temprano los encuentra.

Hace veinticuatro años, un gobierno en retirada, que había traicionado todos los principios que lo habían llevado al poder, se despedía reprimiendo y matando. No es casualidad que ese gobierno y el actual compartan integrantes nefastos. Como ocurrió con los cómplices civiles de la última dictadura, como ocurrió después de la caída de De La Rúa, la sociedad argentina no supo o no quiso juzgar a los responsables de esos desastres. Gente como Patricia Bullrich o Federico Sturzenegger deberían haber estado presos e inhabilitados para ocupar cargos públicos. Muchos empresarios del Círculo Rojo (o sus predecesores en el cargo) deberían también haber sido acusados por complicidad de la dictadura. No lo hicimos y hoy siguen tomando decisiones que perjudican a los sectores populares. Mi mayor deseo (aprovechando el espíritu navideño y findeañero) es que no volvamos a cometer el mismo error. Que los responsables de este gobierno, sus cómplices judiciales, empresariales y sindicales, todos terminen tras las rejas y no puedan volver a ejercer el poder.

Señor presidente, señor presidente. Debería haberle escrito una carta abierta para decirle estas cosas, pero es inútil porque usted no oye, salvo a sus bufones disfrazados de funcionarios o periodistas. No oye ni ve, como le ocurre al turista en una playa minutos antes de un tsunami. Usted se cree poderoso y lo es. Se cree capaz de todo y lo es. Su maldad, que nos enoja y nos deja perplejos, le despierta regocijo. Señor presidente, tiene que saber algo. Antes de usted hubo otros presidentes que incluso fueron más poderosos, más sanguinarios, más convencidos de estar librando una guerra santa. No olvide nunca, señor presidente, que uno que lo antecedió en su plan de hundir al pueblo argentino terminó sus días en una cárcel común, murió cagando en el inodoro de su celda. No lo olvide, señor presidente, cada vez que apoye las nalgas en su propio inodoro.

Fuente: Página 12

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