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El mundo ocupado: balance brutal del 2025

Trump aparece como síntoma y no como causa de un mundo colonizado por el poder tecnológico, el capitalismo depredador y el colonialismo ambiental. El balance de 2025 deja al descubierto una realidad ocupada, desigual y en crisis, que exige recuperar la política, la memoria y los ideales colectivos para volver a disputar el sentido del futuro.

Ricardo Monetta

28 diciembre, 2025

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11:13 am

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Hay personajes que han dominado la escena internacional no por sus logros políticos o decisiones personales, que concitaron casi todas las primeras planas de los periódicos, pantallas de TV y algo de la oralidad explícita.

A pesar de que todas las maniobras hechas ante el Vaticano para que interceda ante Oslo, lo mismo que el Departamento de Estado por los sutiles canales diplomáticos, no pudieron lograr el Premio Nobel de la Paz, aunque la aristocrática nobleza noruega tuvo que hacer concesiones indignas al concederle el premio a una mujer que consagró su vida y carrera política para derribar a un presidente constitucional y entregarle a sus antiguos patrones de la CIA y sus representantes toda la infraestructura del país, con moño incluido, en una actitud repudiable de traición a la Patria.

Pero volvamos a Donald Trump, ese personaje “narcisista maligno”, que se autopercibe como alguien cuya persona está por encima de cualquier representatividad legal constituida, incluso la propia Constitución de los EE. UU.

Pero cuidado: Donald Trump no es el mensajero retrógrado del pasado, ni un representante de la nostalgia de una potencia en decadencia, ni siquiera el “sepulturero” del presente, o el héroe de los desesperados o el mercenario con la misión de preparar el futuro. No. Si supiéramos mirar, veremos que Trump representa el interruptor que nos hace ver el mundo tal y como es, aunque ese no sea su propósito. Y el mundo actualmente es como Donald: despiadado, grosero, colonizado aquí y allá por fascismos y xenofobias, un mundo en su fase de plenitud de su desfiguración y de su ocaso ecológico, amordazado por los intereses y en manos de una tecno-minoría tan hambrienta como insaciable.

El trumpismo ha venido a certificar una verdad intensa: el mundo no nos pertenece más. Pero no ya porque nos han dejado, sino porque nos han “ocupado”. A cada segundo nos habita un ente que convierte nuestras vidas íntimas en una inversión que luego es explotada por algoritmos. Saben lo que hacemos, lo que pensamos, lo que sentimos, lo que consumimos o lo que leemos, para luego modelizar una propuesta, un deseo, una conducta o un flujo de opiniones. Las plataformas de las redes sociales son el lugar donde el sistema se reinventa, donde intercepta todo conato de resistencia política, lo manipula y reorienta el rumbo de la sociedad.

Vivimos colonizados. No poseemos ni la libertad de escondernos ni de pasear por un parque en total desconexión de la realidad. El territorio digital nos colonizó. En vez de civilizarse con los algoritmos y la tecnología, el capitalismo resucitó el feudalismo y se volvió un depredador más voraz: accedió a lo que antes estaba vedado, el eco que emite nuestra sombra y la huella inmaterial que deja.

Tampoco ya es nuestra la naturaleza. No nos conmueve la extinción de las especies, el calentamiento global, el agotamiento de los recursos, la urbanización anarquizada ni la contaminación de los mares y ríos, la expropiación de las tierras y los recursos de los pueblos originarios. Se han apoderado de todo hasta no dejar más que unas migajas secas sobre la mesa del mundo. El crimen ecológico no tiene límites. Los incendios en el Amazonas y en nuestra Patagonia no son más que un segmento visible de un desastre consumado desde hace años. Esas columnas de fuego y humo son la lengua de un comensal que devora sin vergüenza ni piedad el banquete que Occidente ya se engulló hace tiempo y a escondidas.

Sus multinacionales han depredado los rincones del planeta, arrebatado las materias primas, invadido territorios y expulsado a sus habitantes. El colonialismo devastador se ha aprovechado de un escenario ideal para que una parte de Occidente recicle sus buenas intenciones con un espectáculo político que le sirve de decorado. Montaje hipócrita que no resiste una brisa de verdad. Para el colonialismo, en el Norte están los buenos; aquí, en el Sur, habitamos los malos. Por ejemplo, la Unión Europea es tanto o más tóxica que Trump o Bolsonaro. En 2018 la U.E. exportó 81.165 toneladas de pesticidas altamente contaminantes que están prohibidos en Europa desde hace 20 años. Esto vendría a ser como una película donde basta con vencer al “malo” en unas elecciones para salvar “el Planeta Azul”.

Pero ese malo solo es la encarnación del sistema global, porque no es una excepción. Trump no es el teórico en acción de una transfiguración radical del mundo. Donald es la réplica exacta, puntual, humana y descomunal de la realidad en que vivimos. Por eso, en cada tuit nos está mostrando la verdad bajo cuyo consuelo aceptamos vivir, a cambio de un hipnotismo tecnológico que se apoderó de cada palmo de la vida humana. El racismo incandescente de Trump ya era un componente de la sociedad de EE. UU., lo mismo que la violencia policial-racial y los supremacistas violentos.

Donald Trump osó reinventar una verdad paralela a la verdad: esta pasó a ser una fake news y su versión, lo verdadero. Trump no nos hizo más daño del que ya estaba hecho. No hizo más que visibilizarlo.

El mundo no nos pertenece más, y habrá que recuperarlo. Lo que pasa es que estamos en el después de lo que perdimos, porque ni siquiera hay un antes. Somos una multitud sentimental que tiene sed de un ideal.

Para cumplir con ese deseo tenemos que interpretar al mundo como una buena acción política, y no solo como contemplación o especulación, porque nos creemos “los buenos”.

Repito: el trumpismo es una desgarradura inhóspita de la que el mismo Donald no es el autor, sino su revelador extremo. Aprendamos las lecciones involuntarias de la Historia.

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