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Enemigos íntimos: dos concepciones distintas definen el futuro del poder de los Estados Unidos (Primera Parte)

Donald Trump impulsa una reingeniería total del poder estadounidense, en medio de una guerra interna entre globalistas y soberanistas que divide a su propio gabinete. Desde la estrategia internacional hasta la disputa por recursos críticos y tecnología avanzada, el país atraviesa una transición histórica que podría redefinir su rol en el mundo.

Ricardo Monetta

5 diciembre, 2025

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5:33 pm

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El proyecto político que intenta imponer Donald Trump representa nada menos que una reingeniería total de la lógica interna y externa que ha guiado a la superpotencia en las últimas décadas. Restaurar el antiguo poder imperial de EE. UU. en un contexto de decadencia relativa pero inexorable no es una tarea sencilla, menos cuando se pretende ejecutar contra la corriente global que se fragmenta.

La estrategia emerge como un triple movimiento geopolítico de una claridad brutal: por ejemplo, la retirada calculada de una Europa exhausta, el abroquelamiento en el «patio trasero» latinoamericano y la concentración final de fuerzas en el teatro Indo-Pacífico. Sin embargo, estos movimientos se desarrollan dentro de una feroz guerra civil no declarada dentro del establishment de EE. UU., una lucha a muerte entre «globalistas» y «soberanistas» que determina cada decisión y cada nombramiento en la administración pública.

En el corazón de este reajuste estratégico se encuentra la decisión pragmática de liquidar una guerra ya terminada entre Rusia y Ucrania (OTAN), cuyo desenlace ya se decidió en el campo de batalla, mediante un acuerdo de negocios común con Moscú que privilegie el acuerdo conjunto al Ártico y sus recursos, mientras se celebra una tregua consensuada con China diseñada no para la confrontación total, sino para ganar el tiempo necesario para recomponer su base industrial doméstica.

Esta pausa estratégica, sin embargo, choca con los intereses arraigados de facciones dentro de su propio gobierno. El formato actual del armado político republicano evidencia grietas estructurales. Los ecos de las dinámicas del gabinete son meros síntomas de una disputa de poder. La figura de Scott Bessent como secretario del Tesoro resulta particularmente elocuente: ¿por qué? Porque es un exdonante demócrata con estrechos vínculos con Wall Street, gestor de fondos de cobertura y exprotegido de George Soros, integrante del «estado profundo», y representa la encarnación misma del capitalismo financiero líquido y global. Su nombramiento por parte de Trump respondió a un cálculo frío: colocar a un hombre del establishment para controlar a la Reserva Federal y acelerar la baja de las tasas de interés, vigilando los «ánimos» de Wall Street durante este proceso de transición.

Sin embargo, el plan no se está cumpliendo y las explosivas declaraciones públicas de Donald Trump (“¡Sino lo arreglas rápido, te voy a despedir con una patada en el trasero!”) revelan la desesperación de un mandatario que ve cómo su política económica central se ve saboteada desde adentro, pagando un precio político insostenible en su gobernabilidad. El otro polo de esta interna lo ocupa Marco Rubio, el secretario de Estado: una figura impuesta a Trump por el lobby de La Florida (un antiguo crítico feroz de Trump que en 2016 lo tildó de «estafador y peligroso»), cuya función actual parece consistir en desarmar metódicamente cualquier intento de aplacar al globalismo, que va desde la prolongación del conflicto con Ucrania hasta la fabricación de amenazas fantasmas como narcotraficantes en el Atlántico, cuando los datos oficiales de la DEA demuestran que más del 80 % de la droga ingresa por el corredor del Pacífico.

La evidencia más clara de este sabotaje institucional es que el verdadero poder de negociación recae en Steve Witkoff, amigo personal de Trump y enviado especial que maneja en canales paralelos las conversaciones claves con Rusia y Medio Oriente. Este «gobierno» dentro del gobierno oficial expone de manera cruel los obstáculos que enfrenta Trump dentro de su propio gabinete o cualquier otro poder del sistema, donde figuras nominadas formalmente por él trabajan activamente en contra de su agenda. Esto no supone que uno apruebe las alocadas reacciones del presidente en su errática administración del poder central.

Para comprender la profundidad de esta fractura, es necesario situarla en la transición histórica entre dos ciclos de poder de EE. UU. Durante medio siglo, la nación operó bajo el «ciclo» del petróleo, un período donde la dependencia del «crudo» extranjero, sobre todo de Medio Oriente, moldeó cada decisión de la política exterior y justificó intervenciones militares de neto corte invasor que se hicieron recurrentes. El verdadero poder interno lo detentaban los «petrointereses», un complejo entramado de grandes petroleras como Exxon Mobil y Chevron (que son las mismas que quieren entrar en Venezuela), además de los contratistas de Defensa como Halliburton, cuyo exCEO Dick Cheney llegó a vicepresidente de George Bush.

Hoy emerge con fuerza el «ciclo tecnológico» (Silicon Valley) y de las tierras raras, donde el recurso estratégico ya no son los hidrocarburos sino los minerales críticos, como el litio, el cobalto, el grafito y, crucialmente, las tierras raras. La nueva vulnerabilidad de EE. UU. es casi su total dependencia de China para obtener esos elementos, absolutamente determinantes para el equipamiento militar avanzado —desde los aviones caza F‑35 hasta los misiles—, la inteligencia artificial y semiconductores, que son las tecnologías del futuro. Lo que se libra ahora es una «guerra» tecnológica total mediante los aranceles, controles de exportación y una competencia feroz por los subsidios internos para romper el monopolio chino en el refinado y procesamiento de esos materiales.

Las élites de EE. UU. temen con razón que el país esté perdiendo la capacidad de fabricación y procesamiento necesaria para el nuevo «motor» del poder mundial. Se dedicaron a la economía financiera de especulación, dejando de lado la de investigación y economía productiva. Internamente, lo que puede hacer fracasar o potenciar a Donald Trump es precisamente la resolución de esta disputa entre globalistas y soberanistas. Ahora están pagando las culpas del capitalismo financiero y su negocio de la deuda perpetua a través de una coalición que incluye a gigantes tecnológicos, el Departamento de Defensa, los fabricantes de armas, CIM y elementos del propio Tesoro que presionan para seguir manteniendo flujos de ganancias, ya sea a través de intereses financieros o de la inversión en guerras.

Por el otro lado, la fracción soberanista comprende que el gobierno debe realizar inversiones masivas, en subsidios, subvenciones y en la reindustrialización del país (más vale tarde que nunca). Esto lleva a grandes batallas internas en el Congreso. Por eso la figura de Scott Bessent (el que embaucó a los argentinos con un préstamo que no fue), que representa a la élite global, y Marco Rubio, el secretario de Estado resentido con América Latina y agente geopolítico vinculado al centro financiero de La Florida, son el resultado de esta transición dolorosa del ciclo del petróleo al ciclo tecnológico.

Continuará

Fuente: El Tábano

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