Los cardenales papables, luego de la muerte de Francisco, se han involucrado en una «feroz» interna, en medio del luto, debates, tramas ocultas y proyecciones de votos, en medio de una tensa espera electoral. Colmando el absurdo, hasta Trump se ofreció empíricamente como opción electoral, diciendo que le gustaría ser Papa y tener la suma del poder religioso y político del mundo. La idea, a pesar de ser absurda, no es original, ya que en el año 63 antes de Cristo Julio César se endeudó hasta el límite para que lo votaran como Pontifex Máximus. Y no porque no creyera en los dioses romanos, sino porque sabía lo útil que era, a la hora de gobernar, monopolizar el mayor terror de las masas: el miedo a los invisibles y fulminantes dioses.
El matrimonio entre religión y política siempre ha resultado tentador a través de la historia. Para Maquiavelo, los principados eclesiásticos serían el «gran poder» porque “mantienen a sus príncipes sea cual fuere el modo en que estos procedan o vivan”.
Después de esta introducción político-religiosa, hay que decir que a la derecha le falta un conglomerante, que naturalmente no puede ser nostálgico o totalitario; de ahí ese interés en que el conglomerante sea el componente religioso. En los EE.UU., Trump se ha apoyado en el protestantismo evangélico. En cambio, el vice Vance se inclina por el catolicismo universal. El vicepresidente Vance apuesta ciegamente por la opción «neocarolingia», donde el emperador corona al Papa y el Papa corona al emperador. Un absurdo.
Pero no son solo los EE.UU. el único actor que presiona por el nuevo Papa. Se dice que Macron acciona en favor del cardenal francés Aveline. En Italia se inclinan por el cardenal Zuppi, mientras que el gobierno se afana discretamente para que no sea Zuppi el nuevo Papa, por ser su agenda demasiado parecida a la de Francisco en la cuestión de inmigración y justicia social. El cardenal Péter Erdő es el candidato del presidente Viktor Orbán de Hungría. El obispo Olan, el de Trump.
Mientras todas estas coerciones suceden externamente, por dentro se observa que los conservadores se han quitado los disfraces. Esa fractura se produce en dos puntos: uno ostensible e inmediato —el legado de Francisco—, el otro más profundo y trascendental: la transmisión de la fe. Respecto al primero, diría que la herencia de Francisco se convierte en el mensaje señero de la campaña electoral. ¿Qué ha dejado Francisco?
Para la corriente conservadora, una Iglesia rota, caótica y desorientada, cuya unidad hay que reconstruir. La unidad es su idea clave. En cambio, los progresistas defienden que Francisco ha legado una Iglesia más democrática y abierta. La interna llega a tal grado que del cardenal Zuppi dijeron que un gran maestro masón apoyaba su candidatura.
El ala reaccionaria ha sacado a sus mejores piezas: los cardenales Müller, Ruini y Bagnasco, alfiles que se han prodigado en entrevistas y artículos en medios de TV. Ruini, a sus 92 años, presidió la Conferencia Episcopal Italiana durante 16 años, en los que apuntaló a los papas Wojtyla y Ratzinger, representante de la rancia derecha vaticana.
Ruini ha manifestado que se necesita un Papa bueno y profundamente creyente, como si el Papa Francisco hubiese sido lo contrario. Y restituir la Iglesia a los católicos, como si la Iglesia no debiera ser universal. En realidad, lo que muchos obispos no le perdonan a Francisco son algunas expresiones como: «El Papa, los obispos y otros ministros ordenados no son los únicos evangelizadores de la Iglesia». «Esto no puede ser ignorado en la actualización de la Curia, cuyas reformas deben prever la participación de los laicos, incluso en funciones de gobierno y responsabilidad» (un verdadero puñal a la Iglesia conservadora durante siglos).
Incluso Francisco llegó a evocar la amenaza de un cisma cuando no hay claridad en la doctrina. Ahora bien, como parece que no llegan a los 89 votos para imponer a sus candidatos, los conservadores pretenden que el nuevo Papa sea lo menos posible «bergogliano». Para ellos, hay que terminar con los laicos y con las mujeres que han entrado con Francisco. A su vez, el cardenal Stella es el mayor valedor de la candidatura de Pietro Parolin.
¿Y cómo responde el ala progresista de la Iglesia? Los bergoglianos más puros, los jesuitas Czerny y Hollerich, tienen en claro que las reformas sinodales necesitan de tiempo y paciencia, y que las reformas institucionales que le han abierto la puerta a las mujeres en la Iglesia no tienen vuelta atrás. El problema de los progresistas es que todos son «hijos» de Francisco.
En esta coyuntura mundial en la que lo religioso vuelve a imponerse, como la transmisión de la fe en un mundo secularizado y, sobre todo, televisado, hay que evitar el «morbo» periodístico, despojándolo de su esencia evangelizadora. En áreas enteras del catolicismo, el cardenal Melloni dice que el clero como tal se extinguirá por el 2050 o 2060, y se necesitarán presbíteros casados y diáconas u obispas, como en el anglicanismo. En Occidente, las partes más dinámicas de la Iglesia son sin duda aquellas que abrazan una ortodoxia vibrante, en lugar de las que se acomodan a la cultura secularista.
Solo el humo blanco nos orientará adónde irá la Iglesia con el próximo papado.