Estamos en un mundo de paradojas insólitas. Familias endeudadas hasta el cuello eligen candidatos que desregulan los bancos. Trabajadores exhaustos apoyan políticas que flexibilizan aún más sus derechos laborales. El sistema logró su obra maestra: víctimas votando a sus verdugos con entusiasmo genuino.
Necesitamos más educación política, dicen los mismos que diseñaron un sistema educativo que produce empleados obedientes, no ciudadanos críticos. Hay que regular las redes sociales, proponen los políticos que reciben millones en publicidad digital. Cada solución propuesta profundiza el problema que dice resolver. Pero más tecnología dentro del mismo sistema solo acelera la dominación.
El espejismo más cruel es la participación aumentada: consultas populares sobre temas irrelevantes, mientras las decisiones estructurales se toman en directorios corporativos. Presupuestos participativos que deciden el color de los semáforos, mientras la deuda externa define el destino del país. Iniciativas ciudadanas que necesitan de millones de firmas para discutir lo que un CEO decide en una llamada telefónica.
Cada vez que surge una crisis de legitimidad, el sistema responde con un simulacro: más encuestas, más consultas, más referéndums, más transparencia. Pero nunca toca la estructura fundamental: quién decide qué se puede votar y qué no. El capitalismo te deja elegir entre miles de opciones que él mismo preseleccionó. Es como un casino que te deja elegir en qué máquina perder tu dinero.
El cansancio extremo que sientes ante la política no señala el fracaso como ciudadano, sino la lucidez inconsciente ante un teatro del absurdo. El cuerpo lo sabe, lo que la mente niega. La fatiga política no es un efecto secundario del sistema, es su producto «estrella». La sociedad del cansancio produce sujetos demasiado agotados para rebelarse, pero suficientemente funcionales para producir.
Se vota porque es más fácil que explicar por qué no se vota. Aquí se participa porque la no participación requiere más energía que el conformismo. Esa es la revelación que cambia todo. El cinismo político es clarividencia disfrazada. Cuando se dice “todos los políticos son iguales” no es superficialidad: se está percibiendo una verdad estructural que el sistema necesita ocultar. Cuando se percibe que el voto no cambia nada, no es pesimismo: es reconocimiento preciso de cómo opera el poder bajo el capitalismo tardío.
El sistema transformó incluso la abstención en otro producto político. La verdadera resistencia no está en votar o no votar, está en entender que ambas opciones fueron prediseñadas para mantenernos dentro del mismo circuito cerrado. El agotamiento electoral es síntoma de que algo se resiste a normalizar lo anormal. Es la última línea de defensa de la humanidad contra un sistema que nos quiere convertir en autómatas electorales.
Hay que volver al punto de partida. Cuando vemos las filas de votantes bajo el sol o la lluvia, no es un homenaje de amor a la democracia. En este sistema es una procesión de sonámbulos validando su propia dominación. El problema no fue nunca el voto individual, sino el creer que el voto es la única herramienta política, porque llegamos a él casi totalmente domesticados.
El capitalismo nos convenció de que democracia significa elegir representantes cada cierto tiempo. Redujo el poder ciudadano a un acto puntual, preciso, aislado. El neoliberalismo no necesita abolir la democracia, porque ya la vació de contenido. Mantuvo la cáscara, el ritual, la estética de la democracia, pero trasladó el poder real a espacios de los que el voto común jamás participará de sus beneficios.
Por eso la participación democrática es teatro. Las decisiones reales ocurren tras las bambalinas: reuniones de accionistas donde se planifica la precariedad y se decide el salario. No hay que legitimar el sistema que opera sin el consentimiento de la ciudadanía.
La democracia que el capitalismo vende es representativa. La democracia que necesitamos es directa, económica, cotidiana. El capitalismo transformó el derecho al voto en una prisión psicológica. El ciudadano se siente libre porque pudo elegir, aunque todas las opciones existentes.
La verdadera opción no es votar o no votar. Es cómo construir un poder real mientras el «teatro» electoral distrae a las masas. Cómo crear estructuras que no dependan de quién gane. Cómo ejercer soberanía sin pedir permiso. El futuro no está en mejorar la democracia representativa, sino en hacerla obsoleta mediante la construcción de alternativas que la superen.
Hace años que la estafa electoral se consumó con juramento sobre la Constitución Nacional. Y sé que el despertar duele cada vez más. Es menos doloroso mantener la fe en el voto que admitir la magnitud del engaño. El capitalismo “secuestró” la palabra democracia y la vació de contenido, hasta convertirla en un proceso administrativo.
Recuperar su significado requiere entender que el poder no se mendiga en las urnas: se construye en las calles, en los barrios, en cada espacio de debate donde la gente se organiza sin pedir permiso. El futuro no llegará mediante reformas electorales burocráticas, ni candidatos honestos. Llegará cuando suficientes personas dejen de esperar que el poder les sea concedido y empiecen a ejercerlo directamente.
Cuando las cooperativas superen las emociones. Cuando la desobediencia coordinada haga imposible gobernar sin consenso y sin justicia. La historia no la escriben los votantes, sino quienes la organizan. Reflexionemos: la resistencia es no repetir la historia periódicamente.
La lucha es una sola: “los opresores contra los oprimidos”.
Fuente: Nota elaborada con información de Rebelión.org