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Yo tuve un hermano
En el tiempo de las mesas incompletas y las sillas vacías, la memoria vuelve a poblarse de presencias. A partir del poema de Cortázar, este escrito recupera la figura de Claudio “Pocho” Lepratti, militante social asesinado en diciembre de 2001, como símbolo de esos hermanos que no conocimos del todo, pero que siguen vivos en la conciencia colectiva, en la lucha y en el altar íntimo de la memoria.

“No nos vimos nunca, pero no importaba:
yo tuve un hermano que iba por los montes, mientras yo dormía.
Lo quise a mi modo, le tomé su voz, libre como el agua;
caminé de a ratos cerca de su sombra.
No nos vimos nunca, pero no importaba:
mi hermano despierto, mientras yo dormía,
mi hermano mostrándome, detrás de la noche,
su estrella elegida”.
(Julio Cortázar, “Yo tuve un hermano”)
En las fiestas navideñas suele visitarnos el recuerdo de los seres que ya no están, de quienes se han ido de la existencia y, sin embargo, viven en nosotros, circunstancia que la tiñe de nostalgia y tristeza. Las sillas vacías testimonian la ausencia física de familiares y amigos que partieron de este mundo, aunque evoquemos con frescura anécdotas felices o trágicas, absurdas o cómicas, vívidas experiencias compartidas que se desvanecen enseguida, casi al ser recuperadas por nuestra imaginación. Eso es posible porque damos un lugar a la inexistencia, creamos un hogar para los ausentes, para que sigan existiendo.
Como dice Helga Fernández, “los muertos no existen como los perros o los glaciares. Existen por lo que ellos mismos hicieron, incidiendo en nosotros, con sus vidas, sus historias, actos y dones… pueden hacerlo, siempre y cuando los que seguimos vivos instauremos, convoquemos y suscitemos a que tal modo de existencia continúe… ¿Cuántas veces sentimos que los fallecidos nos instan a continuar una tarea empezada por ellos?, ¿cuántas soñamos con sus frases enigmáticas, seguros de que nos están diciendo algo?, ¿y cuántas pensamos qué hubiera dicho en esta circunstancia? ¿Cuántas los escuchamos en el tono de nuestra voz y los hallamos en un gesto?” (Helga Fernández, “Hogar de la inexistencia, el duelo en Macedonio Fernández”, en Excesos, entre la literatura y el psicoanálisis).
Es el lugar, además, de aquellos que no fueron físicamente íntimos y, sin embargo, sentimos cercanos, hermanados en sus ideales. Es el caso de Claudio “Pocho” Lepratti, inmortalizado como el “Ángel de la bicicleta”, quien fue asesinado por la policía santafesina el 19 de diciembre de 2001, en el marco del estallido social que precedió a la renuncia de Cavallo y De la Rúa. Fue, quizás, el más emblemático de los más de 39 muertos que dejó la represión salvaje e impune de ese gobierno fascista del que formaron parte, entre otros reaparecidos, Patricia Bullrich y Federico Sturzenegger.
Lepratti ni siquiera estaba en una manifestación callejera: simplemente subió al techo del comedor de la escuela para pedir a la policía que no tirara, que bajara las armas, pues allí había solo chicos comiendo. La respuesta feroz fue un postazo en la garganta que terminó con su vida. Eso fue en el barrio Ludueña, en Rosario. Y todo Rosario sabe que no fue accidental.
Es que el Pocho era un militante social intachable. Un cristiano verdadero que acompañó al padre Edgardo Montaldo, un sacerdote salesiano, en su obra, en su opción por los pobres. Por los que sufren la marginación y la explotación, las injustas condiciones sociales y económicas que erosionan la dignidad de la persona humana. Su vida, plena de luz y sentido, luz en el mundo, brilla en la conciencia comprometida de los que luchan; viaja por las esquinas del barrio, “por las paredes de baños y cárceles”.
Lepratti llegó a Rosario desde Entre Ríos para instalar en la villa un ranchito de madera y trabajar de profesor de Filosofía. Donaba gran parte de su exiguo sueldo al comedor de la Escuela 756 del barrio “Las Flores”. Movilizaba a los jóvenes en la formación de murgas, guitarreadas, campamentos, y con el grupo “La Vagancia” promovió la revista El ángel de lata, que vendían los chicos de la calle. La revista se presentó en sociedad con estas palabras: “Somos los que hicimos las marchas, los paticortos pelo duro que pedimos respeto cuando estamos trabajando, los que peleamos por la dignidad del que anda abriendo puertas, vendiendo flores, limpiando vidrios para no manguear ni robar”.
El 19 de diciembre se cumplieron 24 años de su asesinato cruel por un sistema neoliberal, antiobrero, antihumano y anticristiano que prioriza el poder, el dinero y la corrupción, la voracidad perversa y el egoísmo por encima del hombre, de la dignidad humana. Un sistema que hoy se afirma, cada vez más cruel, y que por eso levanta la figura de estos hermanos nobles y admirados, luchadores comprometidos, que aún viven, que siempre vivirán en el altar de nuestra memoria.
