En este siglo XXI, donde las placas tectónicas del viejo continente, en cuanto a geopolítica se refiere, empiezan a colisionar con otros bloques mundiales, no alcanza a percibir otro camino para salir de una decadencia ya anunciada, dado por la incapacidad manifiesta de sus principales líderes e inmersos en un fundamentalismo ideológico, ante quienes precisamente la habían rescatado del fascismo-nazistas.
Se pone de manifiesto entonces que, además de los intereses económicos y territoriales, está siendo el factor ideológico el principal «combustible», a través de esa asociación perversa entre los EE.UU. y los 27 países de la Unión Europea, esa corporación que es el brazo armado de EE.UU., que es la OTAN, iniciada en 1949.
Es sumamente patética la escenificación de una supuesta amenaza por parte de la Federación Rusa de invadir el Viejo Continente. Todo eso a instancias económicas, bélicas y propagandísticas proveniente tanto de EE.UU. como del Reino Unido, portadores de una «rusofobia» que apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, cuando Winston Churchill le dijo al presidente Truman que era la oportunidad de invadir a Rusia porque estaba debilitada por la reciente guerra. Pero Truman se negó y dijo que él tenía un arma más poderosa para frenar a Stalin: la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima y Nagasaki. Han pasado casi 80 años de la finalización de la guerra, pero la obsesión sigue siendo la misma. Por eso se hace difícil entender las causas de esta versión descarnada de una Europa sumisa ante el brutal imperialismo de EE.UU. y de su presidente Donald Trump, que significan la apertura de un camino de sujeción que van a profundizar las administraciones norteamericanas, ya sean republicanas o demócratas.
Sabemos que el dólar, y el poder tecnológico y militar, han sido los tres poderes de la hegemonía de EE.UU. en las últimas décadas. Esas fortalezas, envueltas en papel celofán del poder cultural y mediático; Hollywood inclusive, e internet y las grandes cadenas de TV, sumados al control de los organismos internacionales como el FMI, el Banco Mundial y la OMC, constituyeron una gama de factores que consolidaron la hegemonía yanqui. Hasta que un día las «placas tectónicas» se empezaron a desplazar con una fuerza tal que, a través de la economía, con la creación del BRICS, surge una alternativa comercial-económica que asoma como una competición en todos los términos, menos en lo bélico, siendo esta circunstancia la que prendió las alarmas en EE.UU., que ya con la misma guerra de Rusia-Ucrania le significó una pérdida de imagen a un presidente errático, histriónico, mitómano, al que no le alcanzaron las amenazas a quien se interpusiera en el camino. Pero la mayor derrota política fue la que le significó ver el gran desfile de la Plaza de Tiananmén, donde China hizo su presentación en sociedad con algunas avanzadas de tecnología militar, reservándose las más importantes para cuando llegue la ocasión. Y encima tener que aguantar las críticas de propios y extraños, cuando por su intemperancia en materia diplomática lo que era supuestamente un aliado fuerte como lo era la India, con capacidad nuclear y un mercado de «apenas» 1.400 millones de habitantes, se alió con China.
Como el liderazgo de EE.UU. ha estado en las últimas décadas acompañado de desequilibrios económicos estructurales, es que en los últimos 20 años los «yanquis» priorizaron la economía de guerra y la economía financiera por fuera de la economía productiva.
Entonces se abalanzaron sobre Europa, que estaba financieramente endeudada, absolutamente desindustrializada, por el encarecimiento de la energía a raíz de que por una decisión de sus «amos», EE.UU. e Inglaterra, hicieron explotar los gasoductos de Nord Stream 1 y 2, mediante los cuales desde hacía diez años Rusia le vendía gas a Europa a precio muy razonable. A raíz de lo cual se les impuso comprar gas GNL a través de una flota de 72 barcos, cuyo precio del combustible era 3 y 4 veces más caro de lo que les vendía Rusia. Por esos costos de energía se produjo la desindustrialización, lo que originó mayor desocupación e inflación. Se había entrado en una época en que la política lucha por imponerse a las lógicas económicas. Para colmo, se impone desde arriba una jerarquía ideológica del gasto público, que originó unos desajustes sociales que los europeos no habían sufrido nunca, salvo en períodos de guerra.
Cuando hace pocos días se reunieron en Escocia, con la soberbia ministra de la Unión Europea, Ursula von der Leyen, escenario donde se debatía el rol de Europa en la actualidad, Donald Trump hizo que quedara plasmada la humillante derrota de una dirigente comunitaria, aceptando generosamente los deseos del sheriff de Washington. Fue lacerante y humillante por donde se lo mire. Los productos europeos que antes tenían un arancel del 1,47 % para entrar al mercado de EE.UU., ahora serán del 15 %. Y no solo eso: Europa se compromete a comprar armamento y tecnología a sus amos. A la OTAN ya se le impuso destinar el 5 % de su PBI para la compra de armamento. ¿A quién se los va a comprar la UE? Pues al CIM, Complejo Militar Industrial de EE.UU., con lo cual Trump cumple con el Deep State.
El europeísmo ve limitadas sus facultades para poder diseñar una visión autónoma del mundo. Lejos queda ya la Carta de París de 1990 y su apuesta por un sistema europeo con matices propios. Ya no se escucha el eco rumoroso de Josep Borrell, el soberbio que decía que «Europa era un jardín y fuera de ella moraba la jungla». Es cierto: de esa jungla vino un «orangután naranja», y se raptó a un continente que, lo mismo que en la mitología griega, Zeus se enamoró de una princesa fenicia, se disfrazó como un toro blanco y se llevó a la princesa que llamaba Europa.
Fuente: Con información de El Mundo y Le Monde Diplomatique