Hay tragedias que no tienen ningún sentido; hay tragedias que nos llevan a preguntarnos una y otra vez: ¿para qué? Seguramente alguna respuesta tendrán… Dicen por ahí que todo pasa por algo. Pero hay tragedias que inmediatamente cobran sentido, tragedias que piden ser recordadas una y otra vez, para saber que sus huellas no son borradas, que las vidas que costaron fueron por y para algo.
Estos días se sienten como esos en que algo va a suceder. No sabemos bien qué, pero algo va a suceder. “Clima social”, le llaman. La semana comenzó con un extraño acto de gobierno, donde el presidente y alguna intrépida diputada se subían al escenario no para anunciar obras públicas, ni aumentos a jubilados, ni recursos para el Garrahan, sino para gritar desaforadamente “¡Dame fuego!”. ¿Preanuncio de un país al borde del incendio? Mientras el equipo económico completo hace una semana “pasea” por Estados Unidos, en busca de vaya a saber qué —porque el mutismo sobre sus actos es casi atronador—, el único mensajero es del país de los acreedores.
¿Cuánto nos cuesta a los argentinos y argentinas “de bien” estos dislates gubernamentales? Un diputado de la Nación, asociado a sospechosos narcos requeridos por la justicia del norte, pide licencia ¡con goce de sueldo! (dígame ñoqui), ante la inminencia de ser expulsado y perder los fueros que, en principio, lo mantendrán lejos del traje a rayas. Clima social le llaman… algo va a pasar.
Las tragedias tienen preanuncios; “contextos”, les decimos en las ciencias sociales. Pero sobre todo, actores: sujetos sociales que ven chocar sus intereses intentando, unos sobre otros, imponer sus necesidades y su poder. La historia nos ofrece ejemplos que solo servirán si se mantienen vivos en la memoria de los pueblos. Es por eso —en momentos en que no sabemos qué puede suceder, pero intuyendo que algo va a pasar— que recurrir a la memoria y sacar aprendizajes es un ejercicio aceptable.
Las primeras décadas del siglo XX presagiaban tragedias. El cambio de época traía consigo transformaciones estructurales en lo político y en lo económico, y por lo tanto, también en lo social. A poco de terminar la Primera Guerra Mundial, Argentina se reubicaba en el circuito internacional con nuevos vientos. Hasta la crisis económica del año ’29, el país tuvo un crecimiento sostenido. Yrigoyen comenzó un proceso industrializador y puso el foco en el desarrollo de áreas estratégicas como el petróleo. La guerra había dejado al descubierto que Estados Unidos pretendía desplazar a Gran Bretaña del mercado internacional, y que Argentina no podía depender solo del negocio con Inglaterra.
Empresas norteamericanas como General Motors, Firestone, Colgate, Palmolive y Standard Electric desembarcaron en estas tierras. Esta política económica no agradó a la élite conservadora, que tenía negocios excelentes y una admirable sumisión con Gran Bretaña. Se le sumaron medidas que afectaron profundamente al sector agropecuario terrateniente: el gobierno radical reimplantó las aduanas en el sur para controlar las exportaciones e importaciones, y ordenó remensurar los campos —la mayoría ampliados ilegalmente—, lo que redujo tierras a los propietarios.
Pero tal vez lo que más molestó al conservadurismo de élite fue que se implementaron líneas de crédito para la industria nacional; se organizó YPF, nombrando a Enrique Mosconi al frente de la exploración, explotación, refinación y venta de combustibles, siendo YPF la primera petrolera íntegramente estatal fuera de la Unión Soviética. Estas políticas generaron en el sector privado resistencia, con el argumento de que esto fomentaba la corrupción (un siglo después seguimos con los mismos argumentos, sin dar crédito a las cientos de muestras de que la inversión privada puede ser tan o más altamente corrupta).
La tragedia se anuncia en el sur argentino. En Santa Cruz, los peones inician una huelga demandando aumento salarial, condiciones dignas de trabajo y buen trato patronal. Se suman al paro los empleados hoteleros, los mozos, los carreros, los estibadores y los choferes. La provincia por esos años era Territorio Nacional, por lo que el gobernador, Correa Falcón, había sido designado por Yrigoyen. Falcón era por entonces secretario gerente de la Sociedad Rural de Santa Cruz, había sido comisario en Chaco y también en Santa Cruz; además, poseía estancias en la provincia y era director del diario conservador La Unión de Río Gallegos.
Como es de suponer, Correa Falcón no estaba contento con la huelga y amenazó con reprimir, instigado por sus amigos estancieros, pero se encontró con la oposición del juez Ismael Viñas (radical progresista, también nombrado por Yrigoyen), quien defendió el reclamo obrero considerándolo justo. Esta interna entre radicales fue el preludio de la tragedia. Yrigoyen, mientras tanto, era presionado por la diplomacia norteamericana y británica para que pusiera fin a la lucha obrera rápidamente. Para ello envía al coronel Benigno Varela a resolver el problema. Benigno hizo honor a su nombre y logró negociar a favor de los huelguistas: se acordó un sueldo mínimo de $100, un colchón para cada peón, un lavatorio por casa para higienizarse, un botiquín por estancia, un paquete de velas mensual para cada peón y el reconocimiento del gremio Federación Obrera de Oficios Varios (de Río Gallegos).
Como es de suponer, los estancieros, Correa Falcón y la diplomacia británica y gringa no estuvieron nada contentos. Presionaron más a Yrigoyen, que volvió a enviar a Varela al sur con la orden de dar fin al conflicto. Benigno, esta vez, cambió de bando y rompió el acuerdo, lo que generó la sublevación obrera.
La tragedia finalmente se desata: la fuerte y violenta represión culmina con unos tres mil obreros asesinados, ejecutados a campo abierto, no solo para dar fin a la huelga, sino para aleccionar a quienes se atrevieran a enfrentar a los estancieros de la Sociedad Rural. Yrigoyen cargará históricamente con la masacre de la Patagonia Trágica.
A pesar de ello, y de la oposición que tuvo en el Congreso, el gobierno radical de Yrigoyen logró importantes leyes sociales: la obligación de pagar en moneda nacional los sueldos (se eliminan los vales, habituales en esas épocas); poner límites al trabajo nocturno; reglamentar el trabajo infantil y de mujeres; y dar el puntapié para las cajas de jubilaciones y de previsión social, inexistentes hasta entonces.
La Patagonia Trágica no obtuvo en sí una victoria, pero la lucha permeó en el gobierno radical y en el posterior movimiento peronista. Un siglo después, tal vez sea necesario recordar a quienes se dicen herederos del pensamiento yrigoyenista que don Hipólito tuvo sueños que no pudo cumplir por la oposición del conservadurismo de élite y la presión de la diplomacia gringa; que imaginó una Marina Mercante y diagramó YPF. Pero lo que la memoria histórica no deja de recordar es la ejecución de peones de campo que solo demandaban tener un lavatorio para higienizarse y un paquete de velas en el sur argentino, donde las frías y largas noches son implacables.
Algo está por pasar. No sabemos qué, pero la tragedia puede suceder… Los contextos se le parecen, y mucho. La historia, hecha memoria, hoy más que nunca demanda que la usemos para prevenirla o provocarla. Eso será responsabilidad de los actores sociales de hoy, un siglo después.
Verónica López
Licenciada en Ciencias de la Educación