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Ajuste abajo, privilegios arriba: el nuevo orden fiscal argentino ¿Quién paga el costo del alivio fiscal al agro?
En un país donde la administración pública ha elevado el superávit fiscal a categoría de dogma, la decisión de reducir los Derechos de Exportación (retenciones) al sector agropecuario constituye una señal que descoloca tanto desde el plano técnico como político. El presidente Javier Milei, desde el tradicional escenario de La Rural, anunció una medida que beneficia directamente a uno de los sectores más dinámicos y concentrados de la economía nacional, mientras mantiene un ajuste implacable sobre los ingresos de las mayorías populares.

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POR : ALVARO SIERRA

El Gobierno ha sido tajante en su discurso: “no hay plata”. Bajo esa lógica, se han recortado partidas presupuestarias esenciales, congelado jubilaciones y salarios públicos, eliminado programas sociales, paralizado la obra pública y desfinanciado áreas críticas como salud, educación y ciencia.

Sin embargo, esa misma lógica parece entrar en pausa cuando se trata de aliviar la carga impositiva de sectores de alta rentabilidad. La contradicción es tan evidente como estructural: se exige esfuerzo y resignación a quienes menos tienen, mientras se garantiza alivio fiscal a quienes más ganan.

Según estimaciones del Centro de Economía Política Argentina (CEPA), el costo fiscal de la baja de retenciones se ubica entre USD 1.200 y 1.400 millones, lo que equivale a entre 0,19% y 0,22% del Producto Bruto Interno. La medida abarca los principales complejos exportadores: cereales y oleaginosas (soja, trigo, maíz, girasol, cebada, sorgo), además de algunos productos ganaderos.

No se trata, por lo tanto, de un gesto simbólico o una señal marginal, sino de una transferencia directa de recursos del Estado a un sector altamente competitivo en el plano global.

¿Quién gana con esta medida? El principal beneficiario es el agroexportador mediano y grande, particularmente aquellas empresas que ya operan con márgenes de rentabilidad elevados, acceso fluido al crédito, capacidad tecnológica instalada y vínculos aceitados con el comercio exterior.

En términos económicos, se trata de uno de los sectores con mayor productividad relativa del país, capacidad de generación de divisas y nivel de concentración. En muchos casos, estas firmas ya se vieron favorecidas por la apreciación del tipo de cambio real, la liberalización del mercado y la desregulación de exportaciones, lo que aumenta aún más la ganancia esperada con la baja de retenciones.

 

En el otro extremo, ¿quiénes pierden? Los perdedores son múltiples y heterogéneos, pero todos comparten una misma condición: dependen, en alguna medida, del gasto público para sostener su ingreso o su actividad. Hablamos de jubilados y jubiladas, que desde marzo no reciben una actualización de su bono previsional. De docentes universitarios que cobran sueldos por debajo de la línea de pobreza, de médicos de hospitales públicos con salarios congelados, de pymes proveedoras del Estado cuya cadena de pagos se ha interrumpido, de estudiantes que enfrentan universidades cerradas o sin insumos, y de millones de trabajadores y trabajadoras que pierden poder adquisitivo mes a mes.

Este no es un ajuste neutral. Es un reordenamiento fiscal que define prioridades explícitas: se transfieren recursos a quienes menos los necesitan, al tiempo que se le exige resignación a quienes no tienen capacidad de defenderse. El relato de la austeridad se vuelve inconsistente cuando el Estado elige conscientemente perder recaudación para beneficiar a los sectores más rentables del entramado económico.

Desde una perspectiva técnica, las retenciones no sólo son una herramienta de recaudación, sino también un instrumento de estabilización macroeconómica. Su carácter contracíclico permite captar parte de las rentas extraordinarias generadas por la valorización de los commodities, evitando que esa ganancia se concentre y provocando efectos redistributivos a nivel nacional.

A su vez, tienen un efecto clave en términos cambiarios: al desalentar la exportación de ciertos bienes, moderan la presión sobre el tipo de cambio y colaboran con la administración del frente externo. Abandonarlas sin diseñar una política de sustitución o compensación implica resignar recursos fiscales sin generar nuevas capacidades productivas.

En lugar de aprovechar el equilibrio fiscal para recomponer servicios públicos esenciales o relanzar la inversión pública estratégica, se opta por utilizarlo como ancla discursiva para legitimar un reordenamiento regresivo del sistema tributario.

El actual esquema avanza hacia una estructura impositiva menos progresiva, donde el grueso de la recaudación proviene de impuestos al consumo (IVA), cargas laborales y presión sobre los ingresos medios y bajos. Paralelamente, se alivian impuestos patrimoniales y se eliminan contribuciones al comercio exterior.

Esta no es una medida aislada, sino parte de una secuencia coherente en la dirección del beneficio fiscal a los sectores de mayores ingresos. Previamente, el gobierno ya había reducido el impuesto a los Bienes Personales —una herramienta clave para gravar la riqueza acumulada— y también había eliminado el tributo sobre los automóviles de alta gama, que afectaba exclusivamente al consumo suntuario.

Lejos de tratarse de una política fiscal neutral o técnicamente orientada a la eficiencia, estas decisiones configuran un patrón regresivo, donde los alivios impositivos se concentran sistemáticamente en los segmentos de mayor capacidad contributiva.

Por otra parte, la idea de que «ajustar es siempre virtuoso» se derrumba cuando ese ajuste no se aplica con criterios de equidad ni de racionalidad económica. No toda reducción del gasto mejora la eficiencia; no todo alivio fiscal genera inversión productiva.

Sin una política de agregado de valor, de encadenamientos productivos, o de redistribución territorial, la baja de retenciones solo profundiza la primarización y la concentración. Favorece a quienes exportan grano sin procesar, mientras castiga a las economías regionales y a las industrias que dependen del mercado interno.

Para ponerlo en perspectiva, la actualización del bono previsional congelado para 4,7 millones de jubilados representa un costo fiscal de aproximadamente 0,4% del PBI. Esto equivale a apenas el doble de lo que se resignará en recaudación por la rebaja de retenciones. Si el superávit fiscal fuera un valor absoluto, esa política debería haber sido descartada de inmediato. Pero lo que queda en evidencia es que el equilibrio fiscal no es una regla técnica, sino una herramienta ideológica. Se aplica o se flexibiliza según a quién afecta.

El discurso del gobierno ha sido claro: se trata de avanzar hacia una economía “sin privilegios”. Sin embargo, en los hechos, lo que se consolida es un nuevo orden de privilegios: un modelo en el que los sectores de mayor poder económico ven reducidas sus cargas fiscales, mientras que los sectores populares enfrentan la licuación sistemática de sus ingresos y derechos. No hay neutralidad en esta política. Hay ganadores con nombre y apellido, y hay perdedores que pagan con su calidad de vida el costo del nuevo orden fiscal.

El superávit, entonces, no es un objetivo técnico, sino una elección política. Y como toda elección, debe ser analizada no solo por sus efectos contables, sino por su impacto social y distributivo. Porque un país no se sostiene solo con equilibrio presupuestario, sino con cohesión social, inversión en capital humano y una política tributaria orientada a la equidad.

La pregunta no es si el agro merece alivios fiscales. La pregunta es por qué, en nombre de la austeridad, se castiga a los sectores más frágiles, mientras se protege fiscalmente a quienes no solo no necesitan asistencia, sino que además concentran rentas y divisas. Y, sobre todo, ¿qué clase de Estado es aquel que decide ahorrar en salud, educación y seguridad social, para dejar de cobrarle impuestos al capital concentrado?

La política económica no debe medirse sólo por lo que se recorta, sino también —y fundamentalmente— por lo que se decide sostener. Hoy, la decisión del gobierno de reducir las retenciones al sector agropecuario es mucho más que una medida impositiva: es una declaración de principios.

El discurso de “austeridad” y “shock de honestidad” pierde consistencia cuando los sectores más favorecidos reciben beneficios fiscales, mientras a la ciudadanía se le exige soportar recortes en jubilaciones, salud, educación y salarios reales.

En definitiva, el ajuste no es neutral: tiene ganadores y perdedores. Y la orientación del actual gobierno prioriza el alivio fiscal a los sectores más poderosos, al tiempo que traslada el peso del ajuste a los sectores populares, bajo la bandera de la ortodoxia.

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