Durante la última década, el arándano fue el emblema del “boom exportador” entrerriano. En su momento de auge, hacia 2015, Argentina llegó a exportar cerca de 20.000 toneladas de fruta fresca al hemisferio norte. Hoy, según el Comité Argentino de Arándanos (2024), la producción nacional cayó más de un 60 % y no supera las 7.000 toneladas anuales, con Entre Ríos reducida a menos de la mitad de su superficie plantada. En Concordia, donde el cultivo llegó a ocupar más de 1.500 hectáreas, hoy subsisten apenas algunos emprendimientos familiares dispersos. La postal del ocaso está a la vista: campos abandonados, plantas envejecidas y galpones vacíos.
El contraste más brutal es Perú. Allí, el Estado acompañó con infraestructura, crédito, asistencia técnica y acuerdos comerciales. En 2024 exportó más de 290.000 toneladas de arándanos por un valor de 2.270 millones de dólares (La República, 2025). Mientras tanto, Argentina no alcanzó ni el 3 % de ese volumen. No se trata solo de productividad: se trata de modelo. Perú apostó a una política pública sostenida; nosotros, a un sueño de mercado. El resultado fue previsible: la fruta peruana llega antes, cuesta la mitad y cumple estándares internacionales que aquí nadie garantiza.
Frente a esa asfixia competitiva, muchos productores locales optaron por reconvertirse. En el cinturón productivo de Concordia, el arándano cedió paso a frambuesas, zarzamoras y paltas, en algunos casos impulsadas por programas privados en localidades del departamento Concordia, como Colonia Ayuí. Pero esa transición carece de planificación. No hay acompañamiento técnico sostenido, ni líneas de crédito específicas, ni mercados garantizados. La reconversión, en lugar de política pública, fue una huida solitaria. Y el resultado es que la región pasó de exportar a sobrevivir: sin escala, sin logística, sin horizonte.
En este contexto, el municipio anunció un programa de pasantías laborales para reactivar la cadena del arándano. Según la comunicación oficial, se busca “capacitar jóvenes para el trabajo rural”. En los hechos, el plan reemplaza empleo registrado por becas de 60 días, sin aportes ni derechos laborales. Se presenta como formación, pero lo que se enseña es a naturalizar la precariedad. No hay formación donde el aprendizaje es sin salario, ni política pública donde el Estado se convierte en gestor de mano de obra barata.
El fracaso no es del fruto, sino del modelo. La historia del arándano resume la lógica del extractivismo rural sin arraigo: se invierte rápido, se exporta mientras rinde y, cuando el negocio se agota, se abandona la tierra. En Concordia, esa lógica dejó cientos de trabajadores eventuales sin cobertura social, productores endeudados y una infraestructura desperdiciada. La pasantía aparece entonces como la continuidad del mismo paradigma: rentabilizar la pobreza y llamar “formación” al trabajo precario. Es el capitalismo de los parches, con el sello del municipio.
La política local debería asumir el diagnóstico y actuar en consecuencia. No se trata de volver al arándano como fetiche, sino de diseñar una nueva matriz productiva con arraigo territorial, valor agregado y empleo digno. Las experiencias cooperativas, la agroindustria diversificada y el agregado de valor local son caminos posibles. Pero requieren decisión política, inversión y coordinación con Nación y Provincia. No bastan fotos ni pasantías: hace falta una estrategia de desarrollo que ponga en el centro al trabajador y no al mercado.
El ocaso del arándano en Concordia es más que el fin de una fruta: es la evidencia de un modo de hacer política productiva. No habrá futuro si seguimos exportando trabajo mal pago y reemplazando derechos por becas. La reactivación real empieza cuando el Estado deja de simular y vuelve a planificar. Concordia no necesita pasantías: necesita soberanía productiva y trabajo con dignidad. Lo demás es marketing para la foto.