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Estatuto del Periodista: el ataque al último bastión de resistencia
En nombre de una “reforma del Estado” que avanza sobre derechos históricos, el gobierno pone bajo la lupa al Estatuto del Periodista, uno de los últimos diques frente al avance del poder económico, la mercantilización de la información y la colonización de las conciencias. En un escenario de justicia complaciente, medios concentrados y mercados convertidos en soberanos, el periodismo crítico vuelve a ser señalado como enemigo por cumplir su función esencial: denunciar, resistir y no callar.

El Estatuto del Periodista Profesional, establecido por la Ley 12.908 en diciembre de 1946, constituye el marco legal que reconoce al periodismo como una actividad laboral con derechos y obligaciones específicas. Su espíritu fundacional parte de una premisa central: el periodista es un trabajador y, como tal, debe contar con garantías mínimas que lo protejan frente a la precarización, las presiones empresariales y las injerencias políticas. El Estatuto define quiénes ejercen la profesión y regula condiciones básicas como estabilidad, licencias, jornadas, remuneraciones e indemnizaciones.
Lejos de ser un privilegio corporativo, el Estatuto funciona como un resguardo democrático. Sin derechos laborales no hay libertad de prensa posible: un periodista precarizado, mal pago o amenazado con el despido es un periodista condicionado. Por eso, la ley busca limitar las formas de censura indirecta y la autocensura que impone el poder económico concentrado, garantizando un mínimo de autonomía para el ejercicio del oficio.
Cada intento de “modernización” o “reforma” que apunta a debilitar el Estatuto revela una disputa más profunda: la de transformar la información en mercancía y disciplinar al periodismo crítico. Atacar esta ley no implica solo modificar un régimen laboral, sino avanzar sobre el derecho de la sociedad a estar informada y sobre uno de los últimos diques institucionales frente a la degradación de la democracia.
Dentro del paquete de la mal llamada “reforma del Estado”, se debatirá en el Congreso las maneras de acotarle poder a la resistencia que ejerce una parte del periodismo, marcándole las irregularidades y nichos de corrupción que día a día se ponen de manifiesto, mientras la Justicia, cooptada por el sistema, mira para otro lado.
Ya sabemos que los grandes medios de comunicación se han convertido en incubadoras reaccionarias de las nuevas formas de violencia y microfascismo social y político. Este es un fenómeno de naturaleza mundial a través de las narrativas del tecnofeudalismo de la comunicación. Estos medios han reemplazado el lugar que ocupaba la Inquisición en la Edad Media y han devenido “en las nuevas fábricas del alma y de las emociones”. Sus métodos de gobierno de las conductas se realizan a través de dispositivos de telefascismo a distancia. Hace ya tiempo que se identificó la correspondencia entre dispositivos mediáticos de control y manipulación de la palabra y el pensamiento, a través de dispositivos tecnológicos de producción de una realidad paralela, o sea, los extremos de una palabra sin cuerpo y un cuerpo sin palabra. Y es ahí donde el espacio de la política tiende a reducirse o desaparecer.
Las historias de las “redes” son síntoma y radicalización de esta especie de vida dañada convertida en espectáculo de masas. La expresión “cultura de masas” no es igual a la cultura popular. En la “masa” habita una subjetividad quebrada, una vida dañada por la violencia del capital. Por el contrario, en la vida popular anda un horizonte de justicia y emancipación. El neoliberalismo es una forma de gobierno que produce una masa allí donde habita una subjetividad popular.
Fue así como el macrimileismo construyeron pobres donde había pueblo. Pero, sin embargo, hay algo irreductible, una especie de resto inasimilable del poder, un deseo popular que recorre la historia de una manera subterránea y que, como dijo Maquiavelo, captó de una manera singular: “deseo de no ser dominado y ser libre”.
Pueblo es el nombre de ese deseo. Política, el de la construcción de ese pueblo.
Nosotros, los periodistas de buena fe, vemos que el triunfo del neoliberalismo se debe en buena medida a la indiferencia de la sociedad, de la que todos somos parte, frente al oprobio y a la barbarie que acontecen. ¿Por qué hay dominación y no libertad, sino persecución? Esta es una vieja pregunta de cara a la teoría política de los tiempos modernos.
Hubo alguien que le puso nombre al enigma: “servidumbre voluntaria”. Pero si en este “discurso” la servidumbre es en parte la fascinación del poder de Uno, en las sociedades neoliberales es el resultado “racional” de tecnologías anónimas, de micropoderes y conductas cotidianas que atraviesan indistintamente las subjetividades tanto de los dominantes como de los dominados. Esto trae la dificultad crítica para poder plantear un horizonte emancipatorio. No cabe duda de que vivimos en estado de peligro.
Porque cuando un gobierno desdeña la soberanía popular en favor de la soberanía de los mercados financieros, no hace más que dar el último paso hacia la conversión de la democracia en una empresa. Y eso es lo que debe denunciar el periodismo para demostrar esta conversión en “Democracia S.A.”, que es el régimen hacia donde vamos.
Como sabemos desde los tiempos antiguos, cuando se gobierna una sociedad bajo el modelo solo de la economía, la política se deshace, se vuelve mera técnica de dominio. Por eso es necesario dar a conocer que el peligro para una democracia no viene solo del totalitarismo (fascismo larvado), sino también del poder ilimitado de los mercados, en donde el poder económico se convierte en un “poder total”, que ahoga, que extorsiona y que destruye el capital “social” económico.
Creemos que es hora de asumir que estamos en una sociedad en estado de sumisión, de poderes ocultos en forma de corrupción por los cuatro puntos cardinales del poder.
Pareciera que el uso único de la razón para comprender el hecho histórico del enajenamiento de la Nación, desde el punto de vista de la soberanía, con un cipayismo irredento y el sacrificio inútil e innecesario de la clase trabajadora, como pueblo subyugado, es posible evitarlo.
Debemos asumir que la resistencia es, al menos, un acto de oposición al poder y, como punto de partida, la posibilidad de revertirlo o transformarlo. Por eso, nuestro deber intelectual y moral como periodistas tiene que ser inclaudicable. No solo como miembros de una comunidad humana y colectiva, por lo que estamos obligados a no callar, a resistir y a actuar frente a cada acto de injusticia, cualquiera sea su naturaleza, y tratar de nuevas formas de imaginación dentro de la vida democrática.
Como dijo San Martín: ¡Hay que ser libres, en bolas, pero libres!
