La Ley de Residencia o Ley Cané fue sancionada en 1902 para reprimir y deportar anarquistas y socialistas que llegaban con la inmigración y con ideas de transformación del orden social oligárquico (1). Eran trabajadores con una carga ideológica que les permitía cuestionar la explotación laboral y las condiciones de esclavitud extraordinariamente denunciadas por Juan Bialet Massé en el Informe sobre el estado de la clase obrera en Argentina, solicitado por Julio A. Roca en vistas a una ley laboral que nunca llegaría a sancionarse.
El médico catalán recorrió toda la Argentina para realizar el informe. Se metió en los ingenios azucareros del norte, en los quebrachales del litoral, en los puertos, en las estancias, en las fábricas, realizando las tareas de los obreros para conocer en profundidad la situación y la vida de los trabajadores —hombres, mujeres, niños, indígenas e inmigrantes— de los distintos ámbitos laborales.
En las fábricas, la jornada podía llegar a las doce horas. En el campo, se extendía de sol a sol. En los ingenios, durante la cosecha, se trabajaba hasta catorce horas y, además, se pagaba con fichas que solo podían canjearse en las proveedurías del mismo ingenio.
Este es el estado de cosas al que quiere volver el gobierno nacional con la llamada “reforma laboral”, luego del triunfo electoral, como tributo al capital y al imperio norteamericano. Un estado de cosas que, resistido por los inmigrantes socialistas y anarquistas, solo era mantenido con represión.
No es extraña, entonces, la reivindicación que la ministra Patricia Bullrich está realizando por estos días del criminal emblemático, el coronel Ramón Falcón. Sanguinario y cruel asesino de obreros, ya había tenido participación en la llamada Campaña del Desierto. Como jefe de Policía, dirigió el violento desalojo de los conventillos durante la huelga de los inquilinos o huelga de las escobas, derivada de los aumentos desmesurados en los alquileres.
Los pobres se negaron a pagarlos. Las mujeres y los niños resistieron la embestida policial a escobazos, mientras las cobardes “fuerzas del orden” utilizaban los palos, las balas y el agua helada de los bomberos, en los fríos de julio, para producir los desalojos.
El 1° de mayo de 1909 fue una cruenta jornada de represión durante la celebración del Día de los Trabajadores, conocida como la Semana Roja. Las balas de Falcón mataron a decenas de obreros e hirieron a cientos. Entre los presentes estaba un joven ucraniano que seis meses después ajustició al jefe de Policía. Se llamaba Simón Radowitzky, y ya conocía la furia y los pogromos de los cosacos del zar.
Fue torturado y encerrado durante veintiún años en la cárcel de Ushuaia. Liberado durante el segundo gobierno de Hipólito Yrigoyen, recaló en Uruguay y luego fue a pelear en la Guerra Civil Española, comprometido con la causa de los trabajadores anarquistas. Finalmente falleció en México en 1956.
Es claro que las conquistas de los derechos de los trabajadores —esos que hoy quieren borrar de un plumazo— no fueron sin lucha ni sin sangre, si pensamos solo en los hechos macabros que signaron la Semana Trágica y la Patagonia Rebelde.
En 1905, impulsada por el diputado socialista Alfredo Palacios, se sancionó la Ley 4.661 sobre descanso dominical, aunque solo tenía aplicación en la Capital Federal. Dos años más tarde, por el mismo Palacios, se aprobó la Ley 5.291, que reglamentó el trabajo femenino e infantil. Fue letra muerta, pero sirvió como antecedente en la lucha.
El peronismo fue un hito en la defensa de los trabajadores. Por eso quieren enterrarlo los poderosos, de adentro y de afuera. Ya en la Secretaría de Trabajo y Previsión, Perón creó el Estatuto del Peón Rural. Llegaron luego las vacaciones pagas, el aguinaldo, la creación de los tribunales de trabajo, el seguro social obligatorio, las mejoras salariales y la indemnización por accidentes laborales.
Ya en la Presidencia, vendría el “Decálogo de los Derechos del Trabajador”, que incluía el derecho al trabajo, a la retribución justa, a la capacitación, a las condiciones dignas, a la salud, a la seguridad social, a la protección de la familia y al mejoramiento económico, entre otros ítems.
En el período de golpes militares —entre 1955 y 1983— solo se sancionó el salario mínimo, vital y móvil, durante el gobierno de Arturo Illia, una excepción dentro del desmantelamiento del Estado de bienestar. Ese proceso fue decidido, a fuerza de un genocidio, durante la Dictadura Cívico-Militar, que planificó la miseria de los trabajadores.
Finalmente, en los años ’90, el neoliberalismo derivado del Consenso de Washington logró una flexibilización, precarización y pérdida de derechos laborales profundamente regresiva, coronada por la escandalosa Ley Banelco, poco antes del estallido del 2001.
Hoy, el gobierno autodenominado “libertario” intenta regresar a la desprotección obrera propia de fines del siglo XIX y comienzos del XX, aquellas descriptas por Bialet Massé, quien se asombraba de que, aunque estaba claro que la mejora de las condiciones de trabajo favorecía el rendimiento laboral —y por lo tanto los intereses económicos del patrón—, estos prefirieran la esclavitud de sus trabajadores, regidos por un odio de clase.
Hoy se preguntarían por qué los esclavos, totalmente alienados, eligen votar a sus verdugos.
(1) Las fuentes de este informe son los artículos de la revista Caras y Caretas N.º 2412: “Derechos laborales, historias de lucha”, por Sergio Brodsky.






