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Nota escrita por: Ricardo Monetta
7 octubre, 2025
Donald Trump o el fracaso de Calígula
Por: Ricardo Monetta
En la historia del mundo, muchas veces hay personajes importantes que se parecen, o a los que se intenta emular, o que la misma historia hace comparables por sus rasgos distintivos. El 24 de enero del año 41 d. C., Cayo Julio César Germánico, apodado Calígula, fue muerto apenas cuatro años después de comenzar su era imperial. Los historiadores lo muestran como un sexópata, histriónico, que participaba de orgías y que torturaba a sus cortesanos por diversión; en el colmo de su paroxismo ególatra nombró senador a su caballo, que se llamaba Incitatus. Al final, su propia guardia pretoriana lo asesinó por temor a ser ellos sus próximas víctimas.
6 min de lectura
El presidente de EEUU, Donald Trump personificado como el emperador romano Calígula (Ilustración: Claridad)
Por: Ricardo Monetta

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Pasaron más de 2.000 años y nos encontramos con este personaje de exuberancia histriónica que, alardeando que vino a la política para traer la paz, sin embargo financia, comercia y envía armamento a la OTAN para que someta a Rusia; mantiene además una relación a fuego con el Estado de Israel sionista revisionista, para cometer un genocidio que ya está abrumando las conciencias de la mayor parte de la humanidad.

Hay que saber que Donald Trump no es un “accidente rentable” aislado en la historia de EE. UU. Es la cristalización grotesca de un sistema que lleva siglos nutriéndose de la violencia organizada, del saqueo sistemático, de la explotación de los pueblos y, sobre todo, de la mentira institucionalizada. Su figura concentra, como una historia obscena, todo lo que el capitalismo-imperialismo de EE. UU. produce en su fase más repudiable: la adoración a las armas, la codicia sin límites, la manipulación mediática —desde Hollywood para adelante—, el racismo estructural y supremacista, y la glorificación de la ignorancia cínica como estrategia política. Porque Donald Trump es síntoma y enfermedad a la vez: síntoma porque es la evidencia de un imperio en decadencia, y enfermedad porque acelera la descomposición del planeta bajo el yugo de las armas, el saqueo y el engaño.

Trump tiene varios imperios. En la trayectoria de Donald, el imperio de las armas —que es un verdadero negocio— no aparece solo como política de Estado, sino también como espectáculo mediático. Desde su presidencia se multiplicaron los presupuestos militares, se fortaleció el CIM, se celebraron alianzas con los fabricantes de la muerte. Trump convirtió los desfiles militares, los despliegues de tropas y la venta de armas en símbolos de grandeza nacional. En su retórica, las armas no son instrumentos de muerte, sino emblemas de patriotismo, poder y masculinidad.

Cada discurso suyo sobre la “defensa de la Nación” era, en realidad, un signo destinado a difundir miedo, a fabricar enemigos externos e internos. Trump necesita enemigos para justificar el negocio de las armas: inmigrantes, musulmanes, gobiernos soberanos que no se someten al dictado de EE. UU. Bajo su mandato se intensificó la lógica del miedo como recurso electoral; se armó ideológicamente a sectores reaccionarios de la sociedad y se dio rienda suelta al supremacismo armado (que terminaría en el asalto al Capitolio cuando perdió las elecciones). Trump es la encarnación del imperio de las armas porque no solo las promueve en términos económicos, sino porque convierte el signo de la violencia en mercancía política. En él se funden el empresario del espectáculo con el comandante en jefe, casi en una obscena naturalización de la guerra como entretenimiento.

Otro imperio de Trump es el de los saqueos. Su fortuna se levantó sobre fraudes inmobiliarios, evasiones fiscales, estafas disfrazadas de universidades, casinos quebrados y negociados turbios. Pero más allá de su biografía personal, en su presidencia impulsó con crudeza la lógica saqueadora del capitalismo de EE. UU. Redujo impuestos a los millonarios, entregó recursos naturales a corporaciones extractivistas, privatizó bienes públicos y subordinó todo al lucro de las élites. El saqueo con Trump no se limitó al interior de su país: también intensificó el expolio externo —sanciones económicas sobre países soberanos, robo de recursos energéticos en Oriente Medio, agresiones financieras contra América Latina. Bajo su primer mandato y el actual se multiplicaron los bloqueos, las confiscaciones de activos y la presión sobre gobiernos que no se arrodillaban. Fue un “saqueo global” disfrazado de “defensa de la libertad” (el verso de siempre). En términos lingüísticos, Trump elevó a rango de virtud la figura del saqueador. Su narrativa presentaba la codicia como prueba de inteligencia, el enriquecimiento personal como objetivo de vida, la depredación de recursos como “crecimiento económico”. Convirtió la lógica mafiosa —al igual que Macri— en modelo a imitar.

Cada vez que aparecía en TV jactándose de su éxito empresarial, fabricaba un signo que naturalizaba el saqueo como modelo de conducta. Trump es el rostro obsceno del imperio depredador porque no tiene siquiera la máscara de civilización con que otros presidentes disfrazaron sus crímenes. Él se vanagloria del robo, de la apropiación ilegal de territorios; lo exhibe, lo celebra. Es la honestidad brutal de un imperio que ya no necesita fingir moralidad.

Su otro imperio es el del engaño. Porque si Trump es síntoma de la decadencia imperial, lo es sobre todo en el terreno del engaño. Su carrera política se erigió sobre montañas de mentiras: su ataque a Obama, la negación del cambio climático, las cifras infladas de logros económicos, las teorías conspirativas sobre las elecciones perdidas. Mintió y sigue mintiendo, traicionando a propios y extraños, porque descubrió que la mentira en la era digital no necesita ser verosímil: basta con ser estruendosa, basta con viralizarse. Trump convirtió la mentira en arma de masas. Sus giros retóricos eran y son misiles endogámicos cargados de odio, racismo anglosajón y falsedades. Fue un gran estafador semiótico que entendió cómo manipular la indignación (como Milei), cómo explotar el resentimiento, cómo fabricar enemigos y cómo victimizarse al mismo tiempo. Bajo sus mandatos la mentira dejó de ser un defecto para convertirse en estrategia central. Así se consolidó como figura arquetípica del imperio de los engaños: un vendedor de humo que sabe que la mercancía simbólica más rentable es la ilusión de grandeza. El “Make America Great Again” no es un programa político, sino un signo vacío diseñado para manipular deseos colectivos.

Trump es el síntoma de un orden que se descompone, y que en su decadencia se vuelve más peligroso. Es un imperialista que se disfraza de nacionalista. Ese juego de espejos es la expresión más acabada de un imperio que vive de su propia impostura.

Nuestro desafío como latinoamericanos es desenmascarar a los siniestros de la política. Construir una cultura política revolucionaria —en el buen sentido del término— que rompa con el círculo del miedo al compromiso y que rompa con la codicia impune. Cada signo es un campo de batalla. Y mucho cuidado: si escribo estas líneas es porque corremos serio peligro de entrega de la Patria por parte de este gobierno, que nos hará volver a las luchas de la independencia que tanta sangre nos costó. Y Trump es el personaje que ya está haciendo los trámites para una entrega legalizada. Porque, de este lado, la inescrupulosidad hará cualquier cosa —incluso ilegal— para servir al “amo”.

¡Argentinos, la Patria no se vende! ¡Soberanía para siempre!

Fuente: Con información de Mundo

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