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Nota escrita por: Sergio Brodsky
9 noviembre, 2025
La grieta como fatalidad
Por: Sergio Brodsky
A partir de la figura de José Hernández y las múltiples lecturas del Martín Fierro, este texto recorre la persistencia de una grieta que atraviesa la historia argentina desde sus orígenes: la tensión entre los de arriba y los de abajo, entre los que imponen la ley y los que la padecen. De la pluma de Hernández al espejo de Borges, del gaucho rebelde al disciplinado, de la montonera derrotada al obrero reprimido, Una reflexión sobre la fatalidad de una nación que aún no logra reconocerse en el otro.
6 min de lectura
10 de Noviembre: Día de la Tradición
Por: Sergio Brodsky

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“Así empieza, así termina, la historia del señorito, tan sabiondo cocorito, José Hernández Pueyrredón, que tuvo el don y el maldón de volvernos puro escrito.”
(La verdadera vida de José Hernández, contada por Martín Fierro, Caparrós y Rep)

¿Quién fue José Hernández?, ¿qué su monumental obra? Es la polémica discusión que se abre entre los argentinos desde que escribiera El gaucho Martín Fierro (La ida) en 1872 y La vuelta siete años más tarde. La fecha de nacimiento del autor, 10 de noviembre de 1834, fue elegida para nombrar el Día de la Tradición.

La cita de esta nota es una estrofa del libro crítico, sin matices, que Caparrós y Rep escriben denunciando a José Hernández Pueyrredón, que al “darle voz” al gaucho, desde su clase social opresora, paradójicamente lo acalla. Dice en el epílogo que poco antes de morir publicaría otro libro titulado Instrucción del estanciero. Tratado completo para el manejo de un establecimiento de campo, y que fue enterrado en la Recoleta, el cementerio de la oligarquía porteña, “que construyó sus grandes tumbas neoclásicas con el provecho de esos campos que le sacó a los gauchos y a los indios”.

Desde otra mirada, Felipe Pigna dice que José Hernández “apoyó al Paraguay en la guerra que Alberdi había llamado de la ‘triple infamia’, y lo alegraron las rebeliones de Felipe Varela y Ricardo López Jordán, el último montonero, a cuyas huestes se sumó entusiasta y padeció con ellas la derrota. Por aquellos días de 1872, se alojaba frente a la Plaza de Mayo, en el ‘Hotel Argentino’, y se disponía a dar una batalla que dejaría inermes a sus poderosos enemigos mitristas y sarmientinos, aquellos que llegarían a ponerle precio a su cabeza. Había decidido jugarse a la incorrección de volver protagonistas a los invisibles, a los pobres de toda pobreza, creadores de enormes riquezas, a los que los verdaderos haraganes, dueños de todo —sobre todo de la palabra—, llamaban vagos y malentretenidos” (Caras y Caretas: El padre de Martín Fierro).

Es que el mismo José Hernández describe a un gaucho perseguido por las injusticias, rebelado, subversivo y levantisco en La ida, y a otro apaciguado, obediente y adaptado a la sociedad, a las normas del patrón, más cercano a Don Segundo Sombra, en La vuelta. Es claro que en el medio la vida política cambió profundamente, y con la derrota montonera y el triunfo de Mitre, es también José Hernández quien, ya diputado roquista, se somete a las nuevas circunstancias.

Son esos dos extremos ideológicos los que persisten, con distintas figuras y configuraciones, con notable actualidad, en nuestra vida política y social: los que excitan la lucha, la rebeldía y la desobediencia contra un sistema arbitrario y desigual, basado en el atropello y el abuso del poder económico contra los pobres, al pueblo gaucho, fundado en la consagración de la injusticia que se expresa en estos versos:

“La ley es tela de araña,
en mi ignorancia lo explico:
no la teme el hombre rico,
nunca la teme el que mande,
pues la rompe el bicho más grande
y solo enrieda a los chicos.”

En La vuelta, el mismo Martín Fierro dirá:

“El que obedeciendo vive
nunca tiene suerte blanda,
mas con su soberbia agranda
el rigor en que padece;
obedezca el que obedece
y será bueno el que manda.”

Y defeccionará ya definitivamente.

Como todo clásico, como toda obra descomunal, el Martín Fierro fue leído, releído, reinterpretado y resignificado por los más extraordinarios autores de nuestra literatura. Lugones lo consideró un poema épico y lo convirtió en un arquetipo de la argentinidad, de la identidad nacional. Lo vació de rebeldía y de crítica social porque, en 1913, la nueva amenaza para la oligarquía ya no era el gaucho, sino el inmigrante, la “chusma ultramarina” que había que marginar en el campo del idioma y del lenguaje, y en el de la represión y expulsión, frente a sus pretensiones críticas y de transformación del orden social.

Martín Kohan concuerda cuando afirma que “…la centralidad del Martín Fierro en el canon literario argentino, más allá de las virtudes literarias que tiene, que son infinitas, responde a la necesidad de inventar una tradición como respuesta a la llegada masiva de inmigrantes a la Argentina”.

Leopoldo Marechal rescata todo el simbolismo del gaucho pobre rebelado contra el sistema, y el peronismo es en los hechos una reivindicación del gauchaje como expresión de la hermandad de los cabecitas y el rescate de sus derechos, reconocidos en una ley ofensiva para los patrones: el Estatuto del Peón de Campo.

Finalmente, el mismo Borges reescribe, en intertexto, una de las escenas más impresionantes del poema nacional, que titula Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874), en la que recrea la vida del sargento que encabeza la partida que va a capturar a Fierro, ya matrero y en fuga de la ley. Ese momento único, alucinante, cargado de un simbolismo que resuena estruendosamente en sus ecos actuales —la escena en que Cruz cambia de bando y se une a Martín Fierro, se identifica con él, se reconoce en él como un valiente, como un igual, como un hermano de clase, víctima de las injusticias más abyectas del poder al que (Cruz) sirve como su brazo armado— produce estos versos impactantes, extraordinarios:

“Tal vez en el corazón
lo tocó un santo bendito;
a un gaucho que pegó un grito
y dijo: ‘Cruz no consiente
que se cometa un delito
de matar ansí a un valiente.’”

Y entonces Borges reflexiona profundamente sobre ese momento decisivo, esa “peripecia” que cambia a un protagonista para siempre, y dice que “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta, en realidad, de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.”

Frase estremecedora en tiempos oscuros de siniestro reconocimiento a Ramón Falcón, asesino de obreros, perro sanguinario de los poderosos, a los que cuidaba la casa durmiendo afuera, aunque lo enterraran en la Recoleta, en el momento justo en que un joven ruso decidió su destino de la justicia que se negaba a las víctimas.

Ese momento en que Cruz no consintió ser usado para matar a un hermano y se unió a él. A veces, cuando veo golpear, apalear y gasear a niños, universitarios, discapacitados, jubilados, trabajadores hambreados, y a todos los pobres sometidos por un poder brutal e injusto, anhelo allí, con una fantasía casi pueril, que esos robocops irreconocibles que perpetran la salvajada —pero que son finalmente hermanos, hijos, padres o nietos de los que maltratan, ellos mismos, aunque lo desconozcan— salten de repente las vallas y vean, en quienes maltratan, su origen, su clase, vean su cara en ellos, como su familia, su patria, y no consientan, como Cruz, nunca más esa injusticia.

Sergio Brodsky

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