Después de doscientos años de vigencia mantenida a sangre y fuego —dictaduras mediante y tantas guerras infames—, a través del poderío bélico, del poder del dólar como moneda de reserva única y de las instituciones más poderosas, como el FMI, el Banco Mundial y la OMC, se diseñó un sistema que, arbitrariamente, por convicción o por la fuerza, imperó según “sus reglas”.
Pero, como yo digo, nada es para siempre. La decadencia hegemónica no avisa: se instala despaciosamente, hasta que un día aparecen rivales en el horizonte que le disputan el poder de una manera diplomática y comercial, hasta llegar al punto en que la evolución tecnológica entre el poder científico, económico y militar del imperio tiene una diferencia de 12 a 15 años. Demasiado, en estos tiempos de tanta evolución tecnológica.
Durante los últimos 25 años, tanto Estados Unidos como Europa se desentendieron de la economía productiva para lanzarse a una economía de guerra y de especulación financiera, donde ganaron fortunas las empresas privadas, como el CMI (Complejo Militar Industrial) y Wall Street. Todos los presidentes, desde George Bush padre hasta Donald Trump, lo que hicieron fue acumular un déficit tan voluminoso que llega hoy a la asombrosa suma de 38 billones de dólares, con un Estado quebrado, con inflación, desocupación y un conflicto social al borde de la guerra civil.
Donald ha perdido poder político, interno y externo. La decisión de cerrar el gobierno no ha caído bien en el establishment. Centenares de empleados públicos han sido mandados a sus casas sin cobrar su sueldo. Se dio el lujo de despedir al más alto jefe de las Fuerzas Armadas porque este se negó a reprimir la rebelión civil en Chicago, diciéndole que él no iba a reprimir precisamente a quien debía proteger.
Cuando se decidió a iniciar la guerra contra Venezuela sin pasar por la autorización del Congreso, tres senadores republicanos se rebelaron y el Senado lo acusó de abuso de poder y lo detuvo. Incluso muchos miembros de su gabinete están en contra de sus medidas. La desesperación de Trump es recomponer las alianzas que le permitan detener la indeclinable caída de su economía a través del patrón dólar. Por eso aplica sanciones a diestra y siniestra para quienes comercien con el gas ruso. Impracticable.
A propósito, hubo un hecho de diplomacia protocolar cuando el rey Carlos de Inglaterra invitó a visitar el Reino Unido a la pareja presidencial de los Estados Unidos. La visita se concretó con todo el protocolo, visitando lugares tradicionales y el lógico tea five o’clock. Pero, mientras las damas conversaban amablemente, el rey y Donald Trump se reunieron privadamente durante dos horas, al cabo de las cuales sellaron una alianza estratégica y militar de correspondencia mutua.
Lo que sucede es que el rey Carlos es un rusófobo irredento y le tiene pánico a los misiles Oreshnik rusos, que en quince minutos llegarían a Londres, como lo prometió Putin en caso de guerra.
Esta es, básicamente, una guerra primero por los recursos energéticos y luego económica, sobre cómo instaurar un nuevo escenario de reglas compartidas en reemplazo de las dictadas por los Estados Unidos como instrumentos de dominación, a los cuales China, Rusia e India no se quieren someter más.
Y cuando se produce el choque de un nuevo mundo que emerge contra uno que decae inexorablemente, estallan los conflictos bélicos: jugar con “fuego atómico” si no se fijan límites a la irreflexión de unos líderes que han hecho de la guerra un instrumento de dominación y económico.
El capitalismo cruel está empezando a crujir desde sus mismas bases, en una implosión social y económica.






