Estábamos en “Leer por leer” en la Biblioteca Serebrinsky (1). Ana contó, al paso, después de leer un cuento de Juan Solá, que sucedía en el subte, a tres chiquitos que, a los gritos —chiquitos no por la cantidad de años, sino por la cantidad de costillas sobre la piel desnuda, aclara— pedían algo a cambio de unas tarjetitas, pedían que “les tirara unas monedas, que Dios los bendiga”. Y un niño de su edad, pero no de su situación desgraciada, preguntó a su madre —que se tapaba los oídos por el griterío infernal de los niños marginales—: “¿Mamá, por qué gritan los nenes?”.
“Porque son negros”, respondió la madre, “y cuando sean grandes van a ser ladrones. Vos tenés que tener cuidado con esos chicos, ¿sabés?”. El narrador termina el relato reprochando a la madre: “Tenías la oportunidad de sembrar una semilla de amor y preferiste perpetuar el odio. Elegiste enseñar a tener miedo. Podría haberte perdonado la falsa Misericordia de quien observa y murmura ‘pobrecitos’, pero masticaste tanta bronca que ya no sabés hacer ni eso. Ay nene, ojalá alguien te explique que tu vieja ese día estaba enojada y que los pibes de la calle no se juntan para jugar, sino que tienen miedo. Los pibes de la calle no gritan porque son negros, gritan porque son invisibles”.
Entonces, como decía, en el momento de la reflexión grupal, en esa ronda de lectura, Ana contó —como al pasar— que anoche habían golpeado la puerta de su casa, varios que piden siempre, a la noche. Y agregó: “Alguito les damos. Nuestra economía va pa’ abajo y no teníamos esa noche. Les dije: ‘no hay ni para pan’. Y uno dijo: ‘¿no tiene pan?’. ‘Ni plata’, le contesté”. Se fueron y al rato sonó de nuevo la puerta: volvieron con una bolsita de pan. “No se vaya a dormir sin comer, doñita”. Nos miramos, agarré el pan, y se fue.
El pan es el símbolo de la vida y de la solidaridad. Es la dignidad de quien pone en la mesa familiar el alimento para sus seres queridos. Es el Don que se ruega, que se reza al Padre de nuestros cielos; es el Cristo que se transmuta y se incorpora junto a su amor a los pobres, a los que, próximos pero invisibles, manda a amar como a nosotros mismos, dándoles el pan nuestro de cada día.
Es la ingesta básica, emblemática de la subsistencia que no hay, que la injusticia de nuestro país, de nuestra ciudad, sustrae a los pobres, que en lugar de pan comen escoria pútrida y desechos malolientes que dan a sus hijos, ya resignados, ya avergonzados. No tener pan, cuando las riquezas sobran, es el signo emblemático de una sociedad miserable, egoísta, deshumanizada.
Así era el mundo desalmado de 1932, cuando Celedonio Flores escribió el tango Pan, inspirado en la desesperación de una persona que no tiene trabajo, su familia pasa hambre y en la noche decide, con una barreta, conseguir —hurtar— un pedazo de pan. Así es hoy.
La lucha por el pan es la forma popular de manifestar la carencia de las necesidades básicas. Es la imploración a San Cayetano: “Pan, paz y trabajo”. En el tango se trata de un obrero que no sabe robar, desesperado intenta, con una barreta, una salida individual a su angustia de hambre y es castigado duramente con prisión. Es ese trabajador hambreado de la “década infame”, desocupado, que encontró en los años siguientes, con la lucha fraterna, solidaria y organizada, la única respuesta a sus infortunios, aquello que se nutre de amor fraternal y solidario, aquello que se llama Justicia Social.
(1) Es un espacio de lectura compartida, abierta, libre y gratuita, creado por “Lazos en Red” y la Biblioteca Serebrinsky en Concordia.







