Es que creo que este episodio es un emergente desbordado de una de las particularidades de esta campaña electoral. Se produce en el terreno de la cultura y manifiesta una intención de naturalizar posiciones, agendas y discusiones tradicionalmente repudiables e inconcebibles en el terreno de la democracia y la defensa de los derechos humanos más elementales.

Me refiero, para dar algunos ejemplos que han recorrido estos tiempos, a la legalización de la venta de órganos, la liberación de la venta de armas, la baja de edad de imputabilidad a los menores, el negacionismo del último genocidio y de todos los genocidios, la implementación de leyes de precarización y flexibilización laboral, la justificación de políticas represivas y la criminalización de la protesta social, la demonización de los trabajadores desocupados y de los sectores excluidos, etc.

Digo que es una característica actual porque en anteriores contextos electorales, estas posturas se disimulaban u ocultaban, o se maquillaban un poco más, porque eran indigeribles para las mayorías.

Ahora, un pensamiento reaccionario enarbola estas ideas francamente destructivas como «virtuosas» políticas para resolver los problemas de la sociedad. Eso es verdaderamente preocupante.

En Jujuy, como caso emblemático, el gobernador ha intentado, de un modo patético y grave, reivindicar la sanguinaria violencia policial e institucional contra las manifestaciones populares como una extraña forma de firmeza política. Bajo la absurda y siempre peligrosa estrategia de construir y demonizar un enemigo, ha procurado justificar una represión salvaje, terrorista e ilegal, ocultando, eso sí, sus verdaderos motivos: disciplinar la protesta y preparar las condiciones del saqueo del litio. Esta penosa e irregular situación se va agravando (la policía detuvo a un abogado dentro de la Universidad, por ejemplo) a pocos días del aniversario de «La noche del apagón» (20 de julio de 1976), en la que, en una operación conjunta, las Fuerzas Armadas con la colaboración de los empresarios de Ingenio Ledesma, secuestraron, torturaron y desaparecieron a cientos de trabajadores jujeños.

Es necesario recordar y rechazar de manera rotunda estas formas de la violencia del Estado contra las manifestaciones populares. Es necesario cuestionar, criticar decididamente la idea de que el odio y la violencia sean instrumentos para resolver los problemas y necesidades de los pueblos. Es necesario reivindicar todas aquellas políticas construidas en el respeto, el amor y la ternura, sobre todo en estos días (en el día de ayer) que se celebró el 13 aniversario de la sanción de la «Ley del amor, de la justicia, de la igualdad», la Ley 26.618 de Matrimonio Igualitario. Es un orgullo que nuestro país haya sido el primero en sancionar esta ley en Latinoamérica, un maravilloso día en el que muchos experimentamos la sensación de que la política tiene que ser un instrumento para producir la felicidad de todos, sin discriminaciones, y que para eso es necesaria la ternura, no el odio, la crueldad y la destrucción que nada crean, que todo aniquilan.

La ternura debe constituir la argamasa fundamental de cualquier construcción política, sobre todo en estos tiempos en que el hombre amenaza con su peor cara, la del lobo del hombre, porque «hablar de ternura en estos tiempos de ferocidades no es ninguna ingenuidad. Es un concepto profundamente político. Es poner el acento en la necesidad de resistir la barbarización de los lazos sociales que atraviesan nuestros mundos» (Fernando Ulloa).