Según relata el historiador Salvador Ferla en su libro “Mártires y Verdugos”, “el día había amanecido lluvioso; la temperatura no superaba los 4 grados y la rutina de la ciudad era normal. A las 12.40 se arrojaron 10 toneladas de bombas que provocaron más de 300 muertos entre mujeres, trabajadores y niños. Muchos más de 50 fueron reconocidos en las morgues por sus delantales blancos. Entre quienes allí cayeron había peronistas, antiperonistas, católicos, creyentes de todo credo, ateos, todos argentinos asesinados en nombre de Cristo, de la libertad y de la democracia”.

El ataque fue calificado como una masacre cuidadosamente organizada por diversos sectores políticos, económicos y eclesiásticos. Además, según la información difundida, la operación contó con la complicidad del entonces presidente del Uruguay, Batlle Berres, dado que el destino final de los aviones atacantes sería el territorio uruguayo.

Aunque el intento de asesinato de Perón no tuvo éxito, el hecho marcó un antes y un después en la historia del país. El ataque sembró un clima de odio y violencia que se intensificaría en los meses siguientes.

En el año 2009, una investigación realizada por el Archivo Nacional de la Memoria (ANM) determinó que el bombardeo dejó un saldo de 308 muertos. Sin embargo, el informe advirtió que esa cifra debía ser considerada parcial, ya que no incluía un “número incierto de víctimas cuyos cadáveres no lograron identificarse, como consecuencia de las mutilaciones y carbonización”. Algunos historiadores elevan el número total de fallecidos a 364 y reportan casi 800 heridos.

Del total de víctimas, sólo 12 se encontraban dentro de la Casa Rosada, blanco principal del ataque, donde impactaron 29 bombas. El resto de los explosivos, proyectiles y fusiles semiautomáticos FN de fabricación belga fueron dirigidos contra la población civil.