Durante mucho tiempo, los EE. UU. han sabido «venderse» como lo más genuino en materia de democracia a imitar, por las sociedades humanas que creyeron que el ser serviles al imperio podía lograr el mismo progreso y bienestar. Todavía en la primera mitad del siglo XIX, los principales exponentes intelectuales del liberalismo solían referirse a los EE. UU. como el país «modelo» de la libertad. Tan es así que, en el proceso de luchas que condujo a su independencia del Imperio Británico, fue aclamado por todos los partidarios del pensamiento liberal como una consagradora victoria de los ideales de libertad. Así, para ello, la llamada Revolución Americana se convirtió en el hito más dignificante alcanzado por la humanidad. Pero a los «intelectuales» de este nuevo paraíso no les molestaba en absoluto que la economía de los EE. UU. se basara en la «mano de obra esclava». Tampoco cuestionaban esos «americanistas» el hecho de que millones de hombres y mujeres de piel negra fueran equiparados con el ganado y tratados como meros objetos de compra y venta, para atender los anhelos de sus dueños. Eso se debía a que los liberales consideraban que la única libertad que realmente importaba era el derecho de los propietarios de disfrutar de sus bienes según su voluntad, aún cuando esos «bienes» fueran seres humanos. Del mismo modo, esta identificación con el modelo de los EE. UU. no se vio afectada por la introducción del régimen de supremacía racial blanca en los Estados del Sur poco después de que concluyera la Guerra Civil de Secesión, que había puesto fin a la esclavitud. A pesar de ello, la penuria discriminatoria de millones de hombres y mujeres negros que pasaron a ser considerados como infrahumanos no conmovió en lo más mínimo a los liberales admiradores de la libertad imperante en los EE. UU.
Hay que tener muy en cuenta que el modelo de «segregacionismo» que estuvo vigente en la región Sur de los EE. UU. sirvió como fuente de inspiración para el nazismo de Hitler (tan es así que Henry Ford tenía en su despacho un cuadro de «Adolfo»). El famoso término peyorativo alemán «untermenschen» no era más que la traducción al alemán de la expresión inglesa «undermen» utilizada en los EE. UU. para referirse a las personas de ascendencia africana. Además, es importante destacar que las poblaciones amerindias originarias fueron exterminadas casi en su totalidad por las fuerzas organizadas y comandadas por los «colonos europeos» que habían llegado al continente americano, con el objetivo de ocupar y expropiar sus tierras milenarias.
(Cualquier similitud con lo que ocurre hoy en Gaza, ¿es pura coincidencia, o no?)
Sin embargo, ni siquiera ese genocidio fue capaz de sensibilizar a los entusiastas admiradores del «espíritu de libertad» de los constructores democráticos de los EE. UU. Hoy en día, son los EE. UU. los que parecen objetar y decidir por golpes de Estado de «falsa bandera», o a través de operativos de «lawfare», para deponer a sus gobernantes bajo la acusación de que no cumplen con las reglas democráticas que van en consonancia con su ideología o sus intereses. Lo curioso es que, entre todos los países que establecen que sus gobernantes deben originarse en el voto de sus ciudadanos, el país que se erige en el guardián universal de los preceptos democráticos tiene la manera más antidemocrática imaginable para mantener los privilegios de la clase dominante. Sencillamente porque la elección en los EE. UU. no es una elección universal directa, o sea, una persona, un voto. La totalidad de los países del mundo han descartado la elección a través de un Colegio Electoral porque elimina a las minorías. Por lo tanto, no es DEMOCRÁTICA, es una farsa. Hace 228 años, desde 1796, existe esa «farsa consentida», donde no se tiene en cuenta la totalidad del voto popular. Pero recitan el «credo» democrático occidental y cristiano.
El Colegio Electoral está constituido por 538 delegados, que son, en realidad, los verdaderos electores. En las urnas, los votantes eligen uno de los candidatos, pero no es este el que recibe el voto, sino el grupo de «notables» designado por el partido. La elección de delegados no es proporcional; la cosa es a todo o nada. El que obtenga más votos, aunque sea por un voto, se lleva el total de delegados. El que logre juntar 270 votos de electores o más, se lleva el premio mayor. Por eso, la democracia Made in USA no es imperfecta o injusta, es directamente tramposa.
De todas maneras, haya sido Trump o si hubiese sido Harris, la lucha por mantener la hegemonía mundial será una lucha con otras maneras de instrumentar por parte del supremacismo protofascista del «hegemón triunfante», que sigue considerando a China y Rusia el «eje» que hay que vencer.
No será la última vez que el que va por lana, salga trasquilado, simplemente porque todos ellos tienen en mente que son parte de «los elegidos para un destino manifiesto».