En el plano político, el país sufrió el primer golpe de Estado que derrocó a Hipólito Yrigoyen y ubicó en el poder de facto al general José Félix Uriburu, alias Von Pepe, que condujo un fascismo criollo para defender los intereses de la oligarquía y hacer pagar a los trabajadores la crisis del capitalismo. La Década Infame supuso el fraude electoral como mecanismo de corrupción política. Leopoldo Lugones, el poeta nacional, escribió el bando golpista que fue modelo de los que siguieron en la historia argentina, y su hijo Polo, quien introdujo la picana eléctrica como herramienta de tortura a los opositores.
Esta larga noche, que amaneció recién en el 45, constituyó una subjetividad melancólica, desesperada y desesperanzada que solo el arte popular pudo expresar para testimoniar un sufrimiento negado y olvidado por los poderosos, para tramitar y transformar, con su ética y estética, lo siniestro en maravilloso, para objetivar, a través de la música, la pintura y la literatura —entre múltiples manifestaciones de la cultura—, el sentimiento pesaroso de los desposeídos y expulsados.
Fueron los tangos de Enrique Santos Discépolo quienes dieron voz a los quebrados por la vida, revelando un mundo tortuoso e indiferente al dolor humano, un Dios sin respuestas por el que toda fe se tambaleaba, como la de aquel que dice, invocándolo: “Aullando entre relámpagos, perdido en la tormenta de mi noche interminable, Dios, busco tu nombre… Si la vida es el infierno y el honrao vive entre lágrimas, ¿cuál es el bien?” (tango Tormenta), o en Yira Yira, en el que el narrador aconseja —como si fuera la entrada del infierno de Dante— olvidar allí, y aquí, toda esperanza: “Verás que todo es mentira, verás que nada es amor, que al mundo nada le importa, yira, yira”, denunciando un mundo vaciado de amor, un hombre convertido en una fiera desasida de cualquier forma de la ternura.
Es, sí, sin dudas, la desesperanza el signo de las sociedades que se deshumanizan y trituran el lazo social y la solidaridad. De ese modo, y con un pulso artístico fenomenal para capturar el drama de la época y convertirlo en hecho artístico, Discepolín escribe, en 1933, el tango Tres esperanzas, el único que trata el suicidio, precisamente en el mismo año en que, según Norberto Galasso, se produce la mayor tasa de suicidios en la historia argentina: “Tres esperanzas tuve en mi vida, dos eran blancas y una punzó, una mi madre, vieja y vencida, otra la gente y otra un amor, tres esperanzas tuve en mi vida, dos me engañaron y una murió… si a un paso del adiós no hay un beso para mí, calla el bufoso y chao, vamo a dormir”, dice ya en la más absoluta desolación.
Es en el teatro, esta vez su hermano, Armando Discépolo, el que pone en escena las desdichas de la época, las frustraciones de los inmigrantes, que se concretizan en Stéfano, un inmigrante italiano que sufre la desilusión de su sueño de triunfar en la música, y en Mateo, un grotesco criollo que narra las desgracias de un conductor de los coches que —desesperado por la crisis de la aparición del automóvil— se entrevera en un delito que lo arruina.
En el ámbito de la pintura, Antonio Berni reflejó con realismo el sufrimiento del pueblo. Tanto Desocupados como Manifestación son obras que instalan en el arte el conflicto social.
La pluma de un genial escritor como Roberto Arlt, que introdujo pobres y marginales a una literatura de élite que se desentendía de la realidad social, fue la que dio cuenta de la época y de la producción de subjetividad que le era propia, con novelas como El juguete rabioso y, fundamentalmente, Los siete locos, obra tan actual —pero tan actual— que narra la historia de un grupo de fisurados, extraordinarios y originalísimos personajes, que organizan una conspiración para tomar el poder, describiendo con aguda anticipación y de un modo confusamente estrafalario las ideologías que poco después llevarían al mundo a una catástrofe.
Del mismo modo, las Aguafuertes porteñas, retratos de la ciudad y sus personajes, de la miseria y la marginalidad, de los problemas candentes de la sociedad, relatados con el idioma de los argentinos, rescatando el lunfardo y el cocoliche, constituyen una joya en el cruce de la literatura y el periodismo. Una maravilla de ese tipo es la crónica del fusilamiento del anarquista Severino Di Giovanni en 1931, que culmina: “Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo… yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la Penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara ‘Está prohibido reírse’ – ‘Está prohibido concurrir con zapatos del baile’”. Este relato conmovedor da cuenta de una etapa en la que la muerte aparece como un espectáculo casi circense y la crueldad se desnuda como el síntoma social predominante.
Cada época histórica y social construye una subjetividad particular que la refleja, y el arte la deschava con singular maravilla, para expresar aquello que subyace en las profundidades de la vida social. El 30, la Década Infame, la década del fascismo, fracturó al hombre desubjetivándolo, degradándolo. Las múltiples manifestaciones de la cultura iluminaron el proceso que entramó las condiciones de un capitalismo en crisis con un sujeto sufrido, angustiado y —lo más grave— desesperanzado. Proceso que se escucha como un eco en el sonido amargo de las desventuras y desdichas de nuestro tiempo.