El 9 de junio de 1956, el general J. J. Valle se alzó contra la dictadura autodenominada “Revolución Libertadora”, que derrocó el gobierno constitucional de Juan Domingo Perón en 1955. El alzamiento fue rápidamente aplastado y —aunque se había comprometido la protección de la vida de Valle y la pena de muerte no estaba instaurada— fue fusilado en la penitenciaría junto a 15 oficiales que lo secundaban.
Al enterarse de la sentencia a muerte, la esposa de Valle va a pedir clemencia al presidente golpista Aramburu [en el texto original dice Uriburu, pero se refiere a Pedro Eugenio Aramburu, presidente de facto en 1956], quien fue compañero de armas de Valle. Esperando una audiencia con Aramburu, la respuesta la brinda un edecán que fríamente informa: “El presidente duerme” (ver el estremecedor poema de Gobello: El presidente duerme).
Ese mismo día son asesinados también, en el basural de José León Suárez, 18 civiles, algunos de los cuales eran militantes de la Resistencia Peronista y otros, inocentes cazados al vuelo, ilegalmente acusados de la rebelión. Ese hecho hubiera pasado desapercibido si no hubiera concitado la atención de Rodolfo Walsh, que hasta ese momento era escritor de cuentos policiales clásicos, periodista, simpatizante incluso de la “Libertadora” y, como la mayoría de los intelectuales, antiperonista.
Al poco tiempo de los hechos, distendido en un bar, jugando al ajedrez, escucha casi al pasar, casi casual, una frase que cambiará toda su vida, en un proceso que lo convertiría en un personaje descomunal. Escucha, allí, Rodolfo Walsh: “Hay un fusilado que vive”, un sobreviviente de las ejecuciones del basural, perpetradas por el coronel Fernández Suárez, a la postre ascendido por sus servicios. Esa frase lo saca de la modorra y lo conmina a la investigación de los hechos y a la escritura —fruto de la indignación y la búsqueda de la verdad— que es Operación Masacre.
En esa obra extraordinaria, monumental, se despliega una ética periodística ejemplar, ya que en la búsqueda de la verdad de los hechos se despega de sus prejuicios ideológicos y va en busca de los relatos testimoniales que develen lo sucedido realmente. De ese cruce fabuloso entre la literatura y el periodismo —cuyo procedimiento surge de su capacidad como revelador de enigmas— nace un nuevo género literario: la “no ficción”.
Walsh pone su cuerpo, su alma y su vida, puro riesgo, para descubrir la verdad de los hechos y sus responsables, esperando que los resultados sean reconocidos por la prensa y castigados por la Justicia. Como nada de eso sucede, Walsh toma una consciencia lúcida, un aprendizaje terrible que le hará comprender de otro modo la historia e involucrarse como un intelectual comprometido en el campo de la literatura, el periodismo y la militancia política, a partir de la certeza, la convicción, de que en el terreno de la lucha de clases —en el que el peronismo representó a los trabajadores— el Poder mata sin miramientos.
Así continúa las investigaciones del caso Satanowsky, abogado asesinado por una disputa de intereses, y ¿Quién mató a Rosendo?, en el que, a modo de una novela policial, descifra lo que sucedió en La Real, confitería donde el sindicalismo mafioso asesina a verdaderos representantes de la lucha obrera.
Más tarde participa, junto al periodista Jorge Masetti, en Prensa Latina, una agencia de noticias creada por la Revolución Cubana, orientada a contrarrestar la distorsión informativa —fake news, diríamos hoy— del monopolio mediático del Imperio, descifrando, de paso, cables que revelaban la próxima invasión a Playa Girón.
El poder mata, se ensaña, odia. Es lo que descubre como clave del pasado —e inefable destino— en la investigación de los fusilamientos de José León Suárez. Y vuelve a escribir, en esa mixtura entre la literatura y el periodismo, el mejor relato del siglo XX: Esa mujer, una entrevista a Moori Koenig, el perverso general que secuestró y vejó el cuerpo de Eva Perón, donde se exhibe que el odio trasciende a los seres vivos.
Más tarde, conmovido por todos estos hechos, influido por la Revolución Cubana, es el mismo Rodolfo Walsh quien se involucró en la escena política de su tiempo. A militar contra la dictadura, en esa amalgama en la que sus acciones eran literarias, políticas y periodísticas, se enroló en Montoneros y creó la agencia clandestina ANCLA.
En ese contexto, el extraordinario periodista y militante Rodolfo Walsh —el que develó la masacre de los fusilamientos de José León Suárez, a militantes peronistas y a simples civiles, de la que se cumplen hoy 69 años— fue asesinado, secuestrado y desaparecido por una patota de la ESMA durante la dictadura genocida de Videla, un 25 de marzo de 1977, después de distribuir en los buzones de Buenos Aires la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, una pieza histórica excepcional que desnuda los propósitos de los genocidas al revelar que los secuestros, torturas y desapariciones fueron el método para someter a los trabajadores a una miseria planificada. Esa carta la firma como escritor.
En este junio tan penoso para los trabajadores y para el peronismo —que trae el recuerdo de los fusilamientos y de los bombardeos a Plaza de Mayo, el día 11, de autoritarismos e ilegalismos que se proyectan desde la historia hasta la actualidad—, en el que un dirigente político como Juan Grabois es detenido ilegalmente, en el que una líder política como Cristina Fernández de Kirchner, que sufrió un intento de asesinato, es proscripta por un Poder Judicial en descomposición ética, es necesario recordar a Rodolfo Walsh como el mejor periodista, como el mejor escritor de nuestra historia.
Y pensar si no merece que esos homenajes que se celebran este mes —el Día del Periodista y el Día del Escritor— no debieran hacerse en su nombre, en su recuerdo, sentados en la profunda admiración que genera su vida, que genera su obra.