En un verso sencillo del gaucho Martín Fierro —el citado— se condensa la explicación de las injusticias que, desde aquella época hasta hoy, permiten la apropiación de la riqueza por unos pocos en detrimento del hambre y la pobreza de muchos, sostenidas por un sistema que perpetúa esa desigualdad: “La ley es telaraña / en mi ignorancia lo explico / no la tema el hombre rico / nunca la tema el que mande / pues la ruempe el bicho grande / y solo enreda a los chicos”. La ley y el Poder que la aplica son, paradójicamente, garantes de la injusticia social, de la explotación del hombre por el hombre y de la persecución de una clase social, un destino que pocas veces se ha roto en la historia, convirtiéndose en un “hecho maldito”. Ese “hecho maldito” del poema El gaucho Martín Fierro encuentra sus raíces en el lenguaje paisano que José Hernández escuchó desde niño y en su posicionamiento político contra Sarmiento, Mitre y la clase dominante de entonces, en los tiempos de las guerras intestinas, donde el gaucho era maltratado, acusado de vago y mal entretenido y enviado forzosa y arbitrariamente a la frontera a pelear contra el indio.
La ida fue la etapa en la que el propio José Hernández se rebelaba contra los atropellos e iniquidades, luchando junto a López Jordán, aliado al Chacho Peñaloza, en oposición a la guerra contra el Paraguay, la “triple infamia”, como la llamó el buen Alberdi. Esa guerra aniquiló una experiencia de independencia y libertad, de desarrollo autónomo, en beneficio del Imperio Británico, y fue librada en gran parte con sangre de gaucho. En ese contexto, en 1872, Hernández escribe la primera parte de El gaucho Martín Fierro, en la que el personaje se rebela contra las tropelías del Poder. Es el gaucho rebelde y libre, dueño de las pampas, forzado a los fortines y que huye para encontrar la destrucción de su familia. Así, se convierte en un gaucho matrero y, junto al sargento Cruz —quien no admite matar valientes—, desafía la ley. Cuánto podrían aprender los represores actuales de la ética de Cruz.
En 1879, ya como senador del Partido Autonomista, Hernández escribe la segunda parte, conocida como La vuelta, en una especie de rendición y conciliación con un mundo injusto. En esta obra, Fierro abandona las tolderías y la marginalidad para retornar a la “civilización”, aceptando el lugar que le asigna la nueva Argentina. Esto se revela en breves versos: “El que obedeciendo vive / nunca tiene suerte blanda / más con su soberbia agranda / el rigor en que padece / obedezca el que obedece / y será bueno el que manda”. Ahora es un gaucho dócil, adaptado, más parecido a Don Segundo Sombra, al orden establecido, en el cual, por injusto que sea, unos mandan y otros obedecen.
En la década del 30, se estableció el 10 de noviembre, fecha de nacimiento del autor de esta obra extraordinaria, como el Día de la Tradición. Como toda obra canónica, El Martín Fierro se reescribe constantemente. En este caso, brillaron las plumas de Borges y de Leopoldo Lugones, quien exaltó la figura de Martín Fierro como símbolo del ser nacional, en una operación dirigida a señalar a los inmigrantes, la “chusma ultramarina”, como extranjeros ajenos a una Patria que ya tenía dueños, quienes podían imponer un derecho de admisión mediante la “Ley de Residencia”.
Sin embargo, El Martín Fierro sigue siendo el canto del perseguido, la denuncia y la eterna desobediencia del oprimido frente a los abusos y tropelías del Poder. Es la inspiración constante de la lucha por la justicia de los excluidos, los marginales, los nadies de la historia, acusados hoy aún, por una clase ociosa y privilegiada que se apropia de la “riqueza que a algunos les falta”, de vagos y mal entretenidos. Ojalá que algún día cambie el sistema de desigualdad entre los hombres y podamos construir, como una tradición eterna, un mundo solidario e igualitario, un mundo en el que predominen “las gauchadas”, esas que, en nuestras pampas, expresan la fraternidad y el reconocimiento amoroso entre los hombres.