Las elecciones no van a cambiar nada en ese aspecto, por la sencilla razón de que es portadora de una crisis de liderazgo verdadero, con genuinos estadistas en la cúpula gubernamental. La inestabilidad no reside, como quieren hacer creer los medios de desinformación masiva y las élites de Occidente, en el ascenso de China como nuevo jugador a disputar el poder mundial.
El liderazgo del país del norte se sostiene por el poder de su gigantesca maquinaria militar, sostenida por el Complejo Industrial Militar (CIM); el dólar, aunque menos, todavía como unidad monetaria del capitalismo global, a pesar de que gira en descubierto porque desde 1971 no tiene respaldo en el Tesoro Federal; y la potencia de su industria del entretenimiento, la propaganda y la información a través de Hollywood, Silicon Valley y las corporaciones mediáticas. También lo sostiene la capacidad de innovación del sistema tecnológico.
Pero la violencia racial, política, la crisis espiritual, la pauperización de la clase media y la profundización de la brecha social son líneas de fractura que denuncian la desaparición de un capital de valores morales y políticos compartidos, de un sustrato cultural y social común. Esto desmorona el orden interno y expone al país como una potencia imperial que ha perdido su centro de gravedad.
Volviendo al título, la descomposición del «sueño americano», tipo «Familia Ingalls», y del sistema de creencias colectivas que hizo posible la grandeza nacional, destruye la posibilidad de una visión compartida de la realidad y alimenta una dinámica de atomización del cuerpo social (ya sea ideológica, económica o cultural). Esto advierte sobre la progresiva ruptura del «pacto nacional», a medida que se desintegra el ethos (o sea, el ser con entidad social) que constituye la nación en su esencia. Esto termina sumergiendo a EE. UU. en una crisis existencial. Por eso, la decadencia del hegemón induce a una crisis geopolítica global.
En un país donde más de 40 millones de personas poseen armas de fuego, alrededor del 10% de los adultos —o sea, 26 millones de habitantes— apoyaron el uso de la fuerza para que Donald Trump no fuera elegido presidente.
Desde el punto de vista de la economía, el 20% de los estadounidenses más ricos acaparan el 70% de toda la riqueza. Los directores de las grandes empresas ganan más del 270% que el trabajador promedio, una brecha 27 veces mayor que la existente en 1980.
Según Oxfam, la riqueza de una familia de raza negra promedio representa solo el 15% de una familia media blanca. El 65% de los norteamericanos vive al día. Al menos 29 millones tienen dos o más trabajos.
De la crisis está surgiendo otro grupo social: los working poor o nuevos pobres, personas que tienen empleo, pero apenas pueden pagar su vivienda y seguro médico a expensas de alimentarse precariamente y descansar muy poco.
Unos mil multimillonarios controlan el gobierno, en un bipartidismo societario, representantes de las grandes corporaciones, como lo es el secretario de Estado, Anthony Blinken, un sionista empleado del CIM, desde donde programan las guerras y qué tipos de armas van a vender.
Los lobistas (influencers) en el Congreso se ocupan de que no se aprueben leyes que afecten sus intereses.
En cuanto a lo social, cada 14 meses mueren más estadounidenses por consumir fentanilo que en todas las guerras del país juntas desde 1945. ¡Qué tal!
La Revolución Conservadora que rediseñó el Estado y la sociedad durante el mandato de Ronald Reagan, montada en el mantra «el gobierno es el problema, no la solución», desmontó las premisas de la economía neo-keynesiana, las conquistas de la inclusión social y los mecanismos públicos de regulación de espacios estratégicos (bancos, energía, CIM), heredados del New Deal de Franklin Delano Roosevelt y la Gran Sociedad de Lyndon Johnson.
Esto dio rienda suelta a un capitalismo financiero que desplazó a la economía de producción y que viene beneficiando a quienes ya estaban en la cima de la pirámide social.
Las consecuencias fueron, para el Estado, el mayor déficit fiscal de la historia; para la sociedad, el aumento de la polarización en todas las dimensiones y escenarios.
Quienes aterrizan en la cima de una sociedad desigual quieren creer que su éxito tiene una justificación moral. Se dice también que, cuanto más los seres se conciben como hechos en sí mismos y autosuficientes, más cuesta ocuparse del bien común, o sea, el «individualismo puro».
Esto prueba los efectos corrosivos que la consumación de una masiva subjetividad neoliberal provoca sobre el cuerpo social.
La economía de los Estados Unidos pasó en apenas tres décadas de tener la clase media más dinámica del mundo al estancamiento primero y la polarización social después.
El debilitamiento sostenido de las clases medias impactó sobre la integridad de la nación como proyecto colectivo, porque son estas las que establecen y legitiman las coordenadas del proyecto común.
Además, la persistente pérdida de potencia e influencia del protestantismo, sustrato religioso y filosófico fundamental en la conformación de los valores primordiales de la nación, también incide en el proceso de crisis.
En esta descomposición de los vínculos y de los sistemas de creencias subyace la concreción de un estado de nihilismo.
El talón de Aquiles de este poder hegemónico se encuentra en el sostenido resquebrajamiento del «orden» interno, a medida que cobran fuerza las dinámicas de polarización que tienden cada vez más a los extremos.
El desorden interno proyecta comportamientos externos erráticos y confusos.
Pero hay un hecho fundacional transmitido desde el origen del mismo país, cuando desembarcaron del Mayflower los famosos 67 Padres Peregrinos, que inculcaron ser poseedores del famoso «Destino Manifiesto», como partícipes de una misión emancipadora e imperial sobre toda otra manifestación humana.
Pero eso ya se está terminando. Las trompetas de Jericó están anunciando que el fin del hegemón está muy cerca. Solo resta esperar.