miércoles 29 de noviembre de 2023

- Director: Claudio Gastaldi

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  • La miseria se ha enseñoreado sobre el sesenta por ciento de los concordienses, seis de cada diez personas son pobres, y el agua les roza la yugular a otros tantos.

    (“ Y yo me pregunto si sigo teniendo la nariz fuera del agua, o estoy mutando en un anfibio”)

    Se percibe el aroma a tormenta, bajo el pánico y la ansiedad de una sirena de alarma, aguardamos en la intemperie que caigan los misiles, mientras un selecto grupo se deleita con manjares en sus refugios atómicos, jugando a la timba con nuestras existencias.

    Los básicos —comestibles, salud, vestimenta—, que al fin y al cabo son lo esencial, no cesan de aumentar, cotidianamente, y nadie comprende del todo por qué. Los precios se elevan por múltiples razones: temporadas, incrementos en los costos, plagas que afectan a ciertos sectores económicos, sequías, lluvias intensas, crisis foráneas que impactan con fuerza, pero también suben por los especuladores y los codiciosos que aprovechan la confusión para hacer más dinero que nunca (en río revuelto, ganancia de pescadores), también suben por temor y por si acaso. Y la gente gasta su dinero en defensa propia, gasta urgente lo que posee porque mañana es incierto si tendrá algún valor.

    Por consiguiente, uno observa que las autopistas están saturadas de turistas que se desplazan de norte a sur y de este a oeste del país; colas en los restaurantes esperando una mesa; hoteles sin habitaciones disponibles; casas de té, tiendas de ropa, cervecerías que siguen abriendo ante una demanda incesante; estadios llenos; proyectos inmobiliarios suntuosos…

    Evidentemente, dirán que se trata del movimiento de apenas un tercio de la población, mientras el resto sigue observando la vitrina, ya no desde el otro lado del vidrio, sino desde la vereda de enfrente.

    Las crisis son oportunidades para unos pocos. Las crisis nunca son universales. Y les afirmo algo más: la crisis no es tal hasta que no afecta a todos por igual.

    Lo que estamos presenciando es un “sálvese quien pueda” generalizado, donde las bestias más feroces devoran a las más débiles. Bravucones que a los codazos se abren hacia la piñata para quedarse con todos los caramelos que pueden.

    Los más débiles reciben un golpe tras otro, en los bolsillos, en el corazón y en el orgullo, viendo cómo sus horas de trabajo no valen un carajo. Su tiempo de vida, cuantificado en un ingreso ínfimo que nunca alcanza, se escurre como fina arena entre los dedos. Y claro, así dan ganas de volcar las góndolas, de lanzar piedras a las vidrieras, de maldecir a los cuatro vientos, de desear que aquellos que aún levantan sus copas se ahoguen con sus bebidas y se atraganten con sus bocados.

    Se llama resentimiento social. Resentimiento que puede llegar a ser autodestructivo y provocar que algunos deseen la desdicha general para hallar consuelo personal, que todo estalle de una vez por todas para darles la bienvenida al mundo de los sufrientes.

    Si nivelar hacia arriba o la justicia social son una utopía, si para las mayorías solo quedan las migajas del banquete, entonces queremos ver al mundo arder.

    …Y renacer luego de la destrucción.

    Son tantos años de enojo, desilusiones e impotencia, tantos años frente al pelotón de fusilamiento que algunos ya cansados e impacientes gritan ¡fuego!

    La indolencia y el cinismo han fertilizado la tierra con fundamentalistas de la decepción convencidos de la promesa que cuanto peor estamos, mejor para alcanzar el reino de los cielos de la libertad irrestricta para vivir y dejar morir.

    Pero sabemos que el caos no funciona así… En toda historia hay ganadores y perdedores, y los ganadores suelen ser los mismos de siempre.

    Así que fijate de qué lado de la motosierra te encontrás, si en el extremo donde está el mango y el acelerador o la espada de aserrado.

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    • ciudadano conciente

      Bien pintado el cuadro Fosforito! y mejor aún el remate final (aunque no nos asegura que zafemos la motosierra aunque otro sea el operador).

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