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miércoles 11 de diciembre de 2024
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Nota escrita por: Sergio Brodsky
martes 26 de septiembre de 2023
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Nunca es Muda la Muerte

La poesía fue su trinchera contra la muerte, palomas que luchan, pañuelos que resisten. Aunque las palabras no hagan el amor, sino la ausencia, fueron refugio contra el dolor, las palabras hacen finalmente el amor y la esperanza. La muerte, agazapada parece triunfar, pero la batalla se renueva al infinito. El hilo del odio, el mal y la muerte atravesó en silencio, o en gemidos de dolor y de idish a Flora Alejandra Pizarnik, cuando aún era presa del lenguaje. Absorbió en los gestos dolorosos de sus padres, en su infancia, la pesadumbre infinita del horror, la muerte de sus tíos, atrapados en el infierno del nazismo, en los vertederos del mal absoluto de los campos de concentración. La culpa, tal vez, de haber podido huir, de salvarse, de sufrir en silencio, en la tierra más ajena.

Si bien hay trazos y marcas subjetivas en su poesía hecha de muerte, de silencio y de oscuridad, la atmósfera de la destrucción universal, que formó parte de su breve paso por el mundo, de principio a fin, habrán entrado por los poros de su obra, cargada del sufrimiento. 

Las palabras y el lenguaje, al que se aferró como un náufrago, no alcanzaron,  cuando se volvieron perras, como le dijo a su querido Julio Cortázar, cuando ya no pudieron guarecerla, y la poesía, que era la vida, la abandonó definitivamente, cuando se  voló su tejado: “Julio, fui tan abajo, pero no hay fondo. Julio, creo que no tolero más las perras palabras”, escribió en su  pendiente al desquicio, cuando el dolor, definitivamente, venció al lenguaje, que la llevaría al suicidio, un  25 de septiembre del setenta y dos. 

Alejandra Pizarnik fue una poeta, escritora, traductora, dramaturga maravillosa, maldita, que nos dejó sus preciosas palabras, a través de una vida de claroscuros, donde el silencio, la noche, la oscuridad y la muerte fueron las obsesiones que intentó conjurar con su arte, exquisitamente elaborado. 

Alejandra  inscribió su poesía, romántica, surrealista,  solitaria, sin militancia ideológica o social, pero creo que son  el hombre y la sociedad su referencia, no podemos sino vernos y reflejarnos en su poesía y las oscuridades con que la trama. 

Flora Alejandra Pizarnik (Pozarnik antes de pasar por la “Aduana”) nació un 29 de abril de 1936 en Avellaneda, Provincia de Buenos Aires. Sus padres vinieron de Ucrania. Judíos,  se enteraron en estas tierras que los nazis habían asesinado a sus familias, a excepción de un hermano y una hermana que, como ellos, había decidido huir antes del exterminio. En su adolescencia dejó Letras en la UBA, demasiada formalidad para su espíritu indómito,  cuando a los 19 años publicó “La tierra más ajena”, su primer libro de poesía. 

“Ah! El infinito egoísmo de la adolescencia!” se lee en su epígrafe que marca toda su obra (y su vida), se trata de una cita de Rimbaud, otro poeta maldito que como ella, murió muy joven, y la adolescencia, etapa que tratará de eternizar, aun cuando fuera una etapa en la que tuvo que luchar contra el complejo de la tartamudez, el acné y la gordura que la obsesionaba, y que la llevó a tomar anfetaminas y barbitúricos que fueron, progresivamente determinando una alternancia entre la depresión y la euforia, el insomnio y el desequilibrio, con el que finalmente, despidió la vida.

La muerte, como amenaza, pero también como promesa fascinante, atravesó su vida y su poesía. En 1956 publicó “La última inocencia” dedicado a su Psicoanalista León Ostrov. Era ya una joven nada convencional, que había comenzado a relacionarse con otros poetas y artistas, llevaba el pelo corto y vestía de modo andrógino. En ese momento su vida  social y sexual bordeaba los excesos, puro impulso y franqueza, amaba con pasión y con furia.  En 1960 se fue a París, donde pasó hambre, en el despliegue de una existencia en la que vida y poesía, cuerpo y palabra,  eran tan indistinguibles como paralizantes para las labores de la cotidianeidad. En esos años franceses se deprimió, pero también escribió, trabajó como traductora, publicó en prestigiosas revistas literarias, tomó clases en la Sorbona, y se relacionó con escritores de todo el mundo, como Octavio Paz y Julio Cortázar. 

Si bien amó París, volvió a Buenos Aires donde publicó “Los trabajos y las noches” (1965), con el que ganó premios prestigiosos.  Su vida social y sus éxitos literarios convivían con sus padecimientos psíquicos por ésta época, en la  que escribió “La condesa sangrienta”, su obra más emblemática en prosa y “Extracción de la piedra de la locura” (1968) y “El infierno musical” (1971), ambos de poesía. 

En su última etapa se acentuó su desquicio con tentativas de suicidio e internaciones psiquiátricas, hasta que el 25 de septiembre la hallaron muerta por sobredosis en su departamento. Tenía 36 años y la muerte, con “sus extrañas manos”, la había finalmente abrazado. 

Ella lo había dicho: “Alguna vez me iré, como quien se va” y así lo hizo, sin antes dejar, su maravillosa obra. A 51 años de su muerte, el homenaje a través de su poesía: Un fragmento de los fragmentos para dominar el silencio.

 

FRAGMENTOS PARA DOMINAR EL SILENCIO

«Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo

Las damas de rojo se extraviaron, dentro de sus máscaras, aunque regresarán para sollozar entre flores

No es muda la muerte. Escucho el canto de los enlutados

Sellar las hendiduras del silencio. Escucho tu dulcísimo llanto florecer mi silencio gris»

 

Alejandra Pizarnik (“Extracción de la piedra de la locura”)

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